Cultura

Los genios cleptómanos

  • La película de Fernando Colomo 'La banda Picasso' invita a recordar el robo de 'La Gioconda' perpetrado en 1911, que salpicó al malagueño

En la Historia del arte, la picaresca constituye una moneda común. Gran parte de los creadores cuyas obras se subastan hoy por miles de millones tuvieron la mano larga y ejercieron con decisión de amigos de lo ajeno. A menudo el robo fue una consecuencia hasta cierto punto lógica de los ambientes, poco honorables, en los que los maestros de la pintura sobrevivían e intentaban vender algún cuadro. Pero, en la medida en que las artes plásticas han ido transformándose en motores financieros, la picaresca ha adquirido formas tan ingeniosas como las que requiere la propia creación artística. Ya Miguel Ángel mantenía enterradas algunas de sus obras durante meses para poder venderlas después como antigüedades. Y, con respecto a las falsificaciones, a menudo han sido los propios artistas los que han echado más leña al fuego y han alimentado la copia burda de sus piezas maestras con tal de sacar una jugosa cantidad a cambio. Pero también, claro, algunos de los más afamados pintores y escultores han metido las zarpas directamente y se han llevado lo que no es suyo. En su última película, La banda Picasso, Fernando Colomo recupera uno de los episodios más peliagudos de esta historia: el robo de La Gioconda de Leonardo de las paredes del Museo del Louvre en 1911, un caso en el que estuvieron implicados como sospechosos Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire. Hace unos días, el mismo Fernando Colomo, acompañado del actor malagueño Ignacio Mateos (que encarna a su paisano en la película); el director del Museo Picasso Málaga, José Lebrero; y el director del Festival de Cine Español, Juan Antonio Vigar, presentó el making of del filme en el Auditorio del Museo Picasso. Así que la ocasión la pintan calva para preguntarse qué diablos ocurrió realmente y quién fue quién en aquella misteriosa ocasión.

Todo comenzó en realidad cuatro años antes, en 1907, con el robo de unas estatuillas íberas también en el Museo del Louvre. La investigación policial condujo directamente al poeta Guillaume Apollinaire, quien durante el interrogatorio delató a Picasso y dijo que las piezas estaban en su casa. La policía comprobó que Apollinaire había dicho la verdad y detuvo al malagueño. Éste, en su defensa, admitió que había comprado las estatuillas, pero que no sabía que eran robadas. La Policía, inexplicablemente, le creyó, a pesar de que la fama de Picasso como artista ya era notable en París y se le suponía un conocimiento importante de los fondos del Louvre; además, el artista ya había sido implicado anteriormente en otros casos de compraventa de obras robadas. Picasso devolvió las esculturas y ambos fueron liberados sin más cargos. El único que pisó la cárcel fue el secretario de Apollinaire, Honoré-Joseph Géry Pieret, autor material del delito.

Cuando, el 22 de agosto de 1911, el Museo del Louvre amaneció sin La Gioconda en su interior, Picasso y Apollinaire fueron inmediatamente detenidos. Pero en esta ocasión no tenían nada que ver. El ladrón fue el italiano Vicenzo Perugia, que retiró la tela del marco, la enrolló y la sacó del museo instigado por el argentino Eduardo Valfierno. Éste tuvo el lienzo guardado durante dos años bajo su cama a la espera de un comprador capaz de entregarle la cantidad que exigía (mientras tanto, hizo un interesante negocio vendiendo reproducciones a millonarios estadounidenses y brasileños). Finalmente, el anticuario Alfredo Geri, un señuelo fichado por la Policía, se citó con él en un hotel tras manifestarle su intención de comprar La Gioconda. Valfierno fue detenido al instante y la obra regresó al Louvre. Picasso y Apollinaire quedaron, esta vez, con las manos limpias.

Conviene situar esta historia en un contexto en el que la actividad artística no se entendía, al menos en el marco que servían las vanguardias, sin una actitud de rebelión social, estimulada a su vez por los placeres y peligros de la vida nocturna. Es bien sabido que a Apollinaire y Picasso, igual que a Freud, les encantaban las piezas primitivas (en el 1907 Picasso descubrió en el Museo del Hombre de París las máscaras africanas que le sirvieron de inspiración para Las señoritas de Aviñón), y que el Louvre representaba entonces para esta pareja de genios poco menos que la arrogancia del poder económico y político al que habían jurado enfrentarse. El robo que ideó Apollinaire y que concluyó con las estatuillas íberas en la casa de Picasso constituía así una suerte de performance con la que llamar la atención, pero resulta improbable que a los dos figuras se les pasara una sola vez por la cabeza sustraer La Gioconda. Cuando ésta finalmente desapareció y se vieron implicados, tuvieron que admitir que su atrevimiento se les había ido (y cómo) de las manos.

También es bien sabido que Picasso mantenía una actitud no precisamente honesta respecto al dinero: prefería pagar cualquier producto que adquiría con cheques, seguro de que nadie los cobraría ya que todo el mundo prefería guardar sus autógrafos. Y solía rogar a quienes le copiaban que no bajaran los precios. Más argumentos, al cabo, para el mito Picasso.

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