Cultura

La emoción ausente

Leí una crítica de Luis Sepúlveda sobre la película de Fernando Trueba El baile de la Victoria que me hizo apreciar los mejores auspicios entes de verla. Conozco al escritor chileno, que también dirigió cine, con cierta suerte irregular -recordemos Nowhere (2002) y Corazón verde (2002)-, me gustan sus novelas, especialmente El viejo que leía novelas de amor (1989), y sé de su estimada opinión cinematográfica en cuantas veces hemos hablado en el curso del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, donde estuvo más de una vez. De El baile de la Victoria, el film seleccionado para el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, Lucho Sepúlveda, que considera a Fernando Trueba como "uno de los realizadores europeos de más peso", escribía que su última realización "será una película de culto, una de esas películas que soportan el paso de los años sin perder, calor y textura".

Días después veía El baile de la Victoria, cuya crítica no del todo favorable, publicaba en esta sección el pasado viernes día 4, y siento discrepar con mi querido y admirado Lucho. En primer lugar porque la novela de su paisano y colega Antonio Skármeta era merecedora de un mejor trato cinematográfico. Un contenido en el que se combina la realidad y la ficción y se aprecia sensiblemente ese realismo mágico propio de la narrativa latinoamericana de los últimos tiempos, en un argumento que nos traslada al Chile recién liberado de la dictadura despreciable del general Pinochet, no ha trascendido como hubiéremos esperado o deseado a este trasunto fílmico que Fernando Trueba nos presenta.

Recuerdo ahora que, con motivo de la presentación de El baile de la victoria en el pasado Festival de San Sebastián, el director madrileño afirmaba que en su película había algo de amour fou, y se mezclan en ella "comedia, thriller, incluso algunos cuantos elementos del western, además de un auténtico melodrama romántico y bastante de cine negro, añado yo por mi cuenta. No se le puede contradecir porque es evidente como lo es también que la conjunción o la interposición de tantos géneros y de sus peculiaridades narrativas ofuscan un tanto el conjunto y propenden a ese afán de Trueba de saturar la ideología por encima de la expresión y como mantenía en mi crítica la película, quizás por ser demasiado fiel a la novela original en su estructura narrativa, se hace excesivamente literaria en ocasiones y otras veces adquiere relieves poéticos, sin que unas circunstancias y otras consigan las emociones que pretenden.

Tal consideración no excluye que en la película hallamos pasajes muy bellos, momentos brillantes de buen cine y de inspirada estética, pero son instantes aislados que en el conjunto se diluyen lastimosamente. Y, sinceramente, en demasiadas ocasiones está lejos de lo que Sepúlveda atribuía a Trueba, que había tomado "una historia, la pasó por la magia de su cámara y la transformó en un poema". No es así del todo, hay disonancias, hay ciertas emociones ausentes, que rompen la rima. Hay ocasiones en que la trasposición al cine de una novela no necesita ser tan fiel, como lo es esta adaptación que hoy nos ocupa -salvo la conversión de la joven protagonista en una muda un tanto autista, que devalúa considerablemente un personaje mucho más aprovechable-, llevando mucho más allá de lo necesario ciertas situaciones proclives por ello a un patetismo un tanto grotesco.

Todo ello abundado de planos innecesarios, falsh-backs sobrados y superfluos que no son precisos para entender la historia, además de unas interpretaciones que, salvo la de Ricardo Darín -que, todo hay que decirlo, tiene muchas mejores actuaciones-, malogran la entidad de los personajes. La de los protagonistas está muy lejos de transmitir ese apasionado amor que da a entender la trama. Un factor más desfavorable que manifiesta esa emoción tantas veces ausente en el relato.

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