arte

Rendición de cuentas

  • La Casa de la Provincia de Sevilla expone dos décadas de trabajo de Juan F. Lacomba

  • El autor muestra su gran conocimiento en un conjunto de obras sobre las marismas del Guadalquivir

Una de las disputas entre Van Gogh y Gauguin surgió por el modo de pintar el paisaje. Gauguin lo confiaba a la memoria: las relaciones con el entorno mantenidas en el tiempo, quizá fragmentadas, fraguaban en el recuerdo y podían generar un paisaje que nunca se abrió a los ojos. Van Gogh ensayó el método, que él llamaba abstracto, pero no le satisfizo: de repente se agotaba, decía. Necesitaba el continuo toma y daca entre el cuerpo y el paisaje. Algo de ambos modos de proceder hay en los cuadros de Juan Fernández Lacomba (Sevilla, 1954), pero están recogidos en algo más general: la familiaridad con las marismas del Guadalquivir que es además una suerte de territorio-límite, donde tierra y agua se confunden y hacen, con la humedad, bajar sobre ellas al cielo.

Pero en Lacomba hay algo más: un amplio conocimiento de la pintura (no sólo de la de paisaje) que también late en sus cuadros. Los variados lenguajes de la pintura inevitablemente hablan en sus cuadros porque el autor los ha ido asimilando y hoy conforman su sentir y pensar.

La exposición se centra en un pintor que rinde cuentas de su trabajo y de su poética

Así se advierte en el recinto donde cuelgan cuatro grandes cuadros (203 x 330 cm), La berrea, Pinar/El primer lucero, El día/Marisma y noche/Marisma. En ellos confluyen la expansión del color, que Greenberg decía que sale del lienzo para invadir el espacio; la pintura gestual, que da especial vida al cuadro por su dinamismo; y un recuerdo contenido de la abstracción cromática que administra sabiamente los ritmos de los colores fríos en El primer lucero mientras el rojo del ocaso parece desbordar el lienzo. El recinto es sin duda un punto fuerte de la muestra porque las cuatro piezas ordenan la sala y la convierten en una suerte de instalación.

Entre los demás cuadros expuestos, hay una línea particularmente atractiva. Me atrevería a llamarla memoria del agua y quizá la presida El río/Las dos orillas, un cuadro que hermana el discurrir del río con el tiempo de la pincelada. Esta complicidad entre pintura y la indeterminación del agua se rastrea en los ocres y verdes de En la laguna, los fluidos espacios de Juncias y rastro acuático y el esforzado trabajo Marisma vertical en verde donde el autor parece oponer la imprecisión del suelo pantanoso a la construcción geométrica en la parte superior del cuadro. A ellos añadiría el titulado Alba/Tierra porque en él el nítido horizonte contrasta con las agitadas pinceladas de la mitad inferior del cuadro.

Hay aciertos en la gama de color de los nocturnos. También en este caso hay una suerte de jefe de filas: Dehesa/Nocturno. El horizonte, situado, si no me equivoco, algo por debajo del eje de simetría horizontal, ordena el cuadro y permite recorrerlo, para poder apreciar -o quizá mejor: descubrir- el sutil trabajo del color que lo construye. Son cuadros que nacen del color. Él los hace posibles. Así ocurre en Nocturno cálido: arriba hay un anaranjado, de controlada luminosidad, que poco a poco se convierte en siena y construye la arquitectura del cuadro, para terminar abajo en una quebrada pincelada en la que añil y violeta (tienen en común el rojo) parecen rozarse. En Nocturno/Carriles parecen disputar (o cooperar) el azul y el verde, administrados por las ondulaciones de la línea, y en Nocturno/Carmín las breves incursiones de este color completan eficazmente el cuadro. Por último, en Pinar/Ocaso y Nocturno pinar/Marismas los árboles filtran y contrastan eficazmente el color.

Querría referirme a otras obras en las que me parece advertir un especial protagonismo de la construcción, sea a través de la línea o el volumen. Es el caso de Marisma seca. La vertical (¿árbol?), en primer plano a la izquierda, actúa como el venerable repoussoir y abre paso a las quebraduras del barro seco que forma una especie de pavimento a través del que se transparenta el color. Algo similar ocurre en Marismas/Aparición, mientras que en Tocón/Apóstol brilla con luz propia el volumen que desde la derecha organiza por completo el cuadro. En Pinar/Trama el trabajo lo desempeña la línea con la que se construye una densa celosía que presta por sí sola profundidad al cuadro. Finalmente, en Nocturno con carrizos la geometría juega un papel decisivo. Son cuadros con interés porque muestran formas que Fernández Lacomba ha trabajado con rigor: recuerdo, por ejemplo, las obras expuestas en la galería Fausto Velázquez quizá en 1987.

La exposición es, de acuerdo con lo dicho, un balance de 20 años de esfuerzo de un pintor que de este modo rinde publicamente cuentas de su trabajo y su poética. El catálogo, con ensayos de de José Yñiguez y Francisco Deco, es un valioso auxiliar de la muestra, a la que sólo cabría hacer un reproche: el exceso de obras. Se explica que el autor sea generoso a la hora de mostrar su trabajo pero hay un umbral en que las mejores piezas empiezan a estorbarse mutuamente. Ese umbral no debería haberse cruzado.

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