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Quico RivasConspirar por costumbre

  • Una retrospectiva en Sevilla da cuenta de todos los mundos del crítico, artista y agitador cultural conquense, quien puso aromas de modernidad e incorrección a cuatro décadas de creación en España

Quico Rivas (Cuenca, 1953- Ronda, Málaga, 2008) tuvo algo de lujuriante que se dejaba rodar por la noche, en garitos decadentes. Era usuario de un verbo talentoso y de una sutil capacidad de agitación desde el remate poderoso que le daban los dos ojos a punto de dispararse, el cráneo pelado. Le cayó por familia un título nobiliario -conde de la Salceda-, aunque él tomó aposento en suelo libertario. Por encima de todo, ejerció de crítico de arte, de esos que, además de amar la mercancía de las formas, divulgan aprovechando la sustancia. Pero también le dio a la escritura, a la edición, a la música, a la investigación, a la lucha política. Todo con el fervor del que busca siempre.

La recuperación de sus trabajos, ahora, en el convento de Santa Clara tiene algo de restitución y de venganza contra el olvido. Esther Regueira -en colaboración con Mar Villaespesa- es la comisaria de Quico Rivas, una continua maquinación, una retrospectiva abierta hasta el 17 de noviembre que reúne más de ochocientas piezas. Documentos, telas, papeles, collages, recortes de prensa, libros inéditos, proyectos inconclusos, dibujos de última época… El universo Rivas revisitado: "Si algo caracteriza su vida y su actividad artística fue el exceso. De ahí que no se trate de una exposición razonada, sino de una acumulación de su trabajo poliédrico y compulsivo", sostiene Regueira.

La cita es, en este sentido, un viaje generacional. Desde la alta densidad de un frenesí colectivo hasta el final de Rivas, con su retirada a Ronda, cuando no le quedaba ya nostalgia de lo vivido. Pero entre medias, vida. Mucha vida al galope, con cimas y naufragios. Exposiciones, viajes, residencias en Sevilla, en Madrid, en Valencia, en Formentor. Es un momento de revelaciones, de contracultura, de vitamina punk, de descubrimiento de artistas nuevos, de maestros que incorporar al inventario de su mirada. Todo eso se filtra en la poética expansiva de una obra amplísima y disparatada que ahora encuentra cobijo y (algo de) orden en el antiguo cenobio de la calle Becas, si bien se echa en falta un esfuerzo de contextualización, de guía para el visitante.

Con todo, adentrarse por ahí es ponerle rastro a cuatro décadas de creación en España, desde sus primeras críticas de arte en El Correo de Andalucía, donde firmaba cada sábado, de 1969 a 1972, en la sección Correo de las Artes que el cura Javierre encargó a Antonio Bonet. Su página de debut dedicada a Thomas Eakins y Barnett Newman bastaría por sí sola para dar cuenta del alcance del proyecto periodístico que hoy amenazan con el cierre. Luego, sus aventuras al lado de Juan Manuel Bonet en Equipo Múltiple, que le conducirían por primera vez al calabozo en vísperas de la primera exposición por unos altercados, y en el centro de arte M-11, radicado en la casa natal de Velázquez.

Pero también es posible verlo incrustado en los años loquísimos de un Madrid pajaritero y desaprensivo: la Movida. Era él y los artistas más jóvenes del lugar haciendo ruido y pidiendo paso. Estaba todo por rehacer. Casi todo por provocar. Quico Rivas se hizo sitio entre aquella escudería de pintores, músicos, diletantes, loquitos, pasados y nerviosos que iban derribando convenciones a su paso con pasión de ajuste de cuentas. Y a la vez, buscando y acuñando una identidad, unas raíces propias. Con Alberto García-Alix abrió el local La Mala Fama; con los de Gabinete Caligari, el Cuatro Rosas. "Un bar es el sitio donde mejor se puede hablar durante horas sin que se te seque la garganta", defendía con razón.

"Tuvo unos intereses muy amplios, a los que se dedicó de forma obsesiva", explica Esther Regueira. "Por ejemplo, su trabajo de Camarón está fechado a comienzos de los noventa, pero empieza a recolectar materiales sobre él desde los setenta", recalca la comisaria de Quico Rivas, una continua maquinación. Ese espíritu inflamable se repite en otras devociones. Él puso en órbita a García-Alix -organizó la primera muestra individual del fotógrafo, en 1981, en la galería Baudes-, pero también a "los esquizos", los pintores de la llamada Nueva Figuración: Chema Cobo, Luis Gordillo, Guillermo Pérez Villalta y Manolo Quejido, entre otros. Cuando trabajaba en una exposición para el Museo Reina Sofía sobre este grupo artístico, la enfermedad ya le había colonizado.

Con igual pasión se dedicó a la aventura literaria. Rescató en una biografía -no llegó a verla publicada- al escritor malagueño Pedro Luis de Gálvez, a quien Valle-Inclán retrató en Luces de Bohemia con el cadáver de su bebé en brazos pidiendo limosna, y dejó sin publicar novelas (Lo que dura una canción es una de ellas) y un libro de haikus. Sus críticas artísticas están reunidas en un volumen de título clarificador: Cómo escribir de pintura sin que se note (Ardora, 2011). Como no podía ser de otra forma, él también se desató por el lado de la política, faceta de la que da cuenta ampliamente la exposición con la arqueología de su labor al frente del colectivo anarcofuturista Refractor.

Finalmente, la exposición hace hueco a su labor artística, a la que él restó, en ocasiones, importancia. "Soy un pintor dominguero", llegó a decir, si bien sus creaciones arrancan ya a comienzos de los setenta para explorar en series o en ciclos sus intereses sociales, políticos y vitales, sus preferencias sexuales, sus vicios y sus aficiones, y, por supuesto, su fino sentido del humor. "Ama de casa o bombero, moderna o estudioso, deportista o jubilado, es lo mismo sobrepóngase al tedio reinante, prepárese para pintar", escribió Quico Rivas, al que también la Casa de los Poetas y las Letras le dedicará los días 16 y 17 de noviembre unas jornadas para medirle genio, pasión y locura. A él, que se dedicaba a conspirar por costumbre.

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