Cultura

Palabras, a pie de vida y de recuerdo, sobre José Mª Franco

Palabras, a pie de vida y de recuerdo, sobre José Mª Franco

Palabras, a pie de vida y de recuerdo, sobre José Mª Franco

Lugares tan esenciales como Huelva, la ciudad donde nació, Ayamonte, el pueblo marinero al que llegó destinado en los años sesenta, y Aracena, el hermoso rincón de la sierra donde finalmente se estableció y desde donde se nos ha ido a un cielo de imposible concreción física, perdieron el pasado 26 de abril a José María Franco, uno de esos hombres que de puro buenos y generosos que son se erigen sin ellos quererlo en pedestales sobre los que se alza un concepto de persona que se convierte en paradigma de la tierra en la que viven y que dignifican con el alto ejemplo moral y ético que al vivir se va desprendiendo de sus acciones. Hombres así, llenos de empatía e interés por los demás, viven y elevan la naturaleza de los pueblos a su más alta significación humana.

Alguien que vivió toda su vida de acuerdo con unos valores morales y humanos que le impedían hacer daño a los demás, tal era el caso de nuestro personaje, estaba destinado a convertirse en el referente antropológico de una forma limpia y humana de vivir y entender el mundo. Él se desenvolvió siempre dejando claro que el humanismo formaba parte del alto magisterio moral que se desprendía de sus actos. Ese hombre, cuyo panegírico estoy trazando desde los límites emocionales de un recuerdo que ha trasladado mi mente a los años sesenta, era pintor vocacional, onubense de nacimiento y andaluz visceral y por tanto auténtico, de esos que amaban a Andalucía y a lo andaluz desde los postulados de una verdad que no admite silogismos ni argumentos en contra, pues cuando se ama de verdad el corazón le impone sus normas emocionales y sacrosantas a la razón. Nuestro personaje respondía, ya lo hemos dicho antes, pero lo repetimos, a ver si así se siembran sus raíces en el recuerdo y se nos eterniza, al nombre de José María Franco. Tras su vocación pictórica se encontraba su mejor yo, su personalidad real, la que le autentificaba y daba sentido a una vida que había nacido para expresarse a través del arte y el saber. Del saber callado, ese que se alimenta de silencios y huye de toda vanidad y toda estridencia. El saber, en definitiva, de los sabios que no saben que lo son.

Este escribidor al que las realidades de la vida le empujan a glosar algo tarde las virtudes de un hombre con cuya amistad me honré y que siempre tenía la luz de la conformidad y el optimismo brillándole en la mirada, ha cogido hoy su pluma para honrarle y rendirle pleitesía. Me uno así a las personas que en el día de su muerte dijeron de él las mismas cosas buenas que seguro que dijeron en vida, pues nuestro José María fue una persona que vivió en paz con los hombres y con sus entrañas. Con estas líneas uno desea aportar algo a lo mucho y bueno que todos los que le conocimos sabemos que se merecía. Y deseo hacerlo porque le debo tanto como para estarle eternamente agradecido. Y me uno también, faltaría más, a todas esas personas que hubieran querido decir lo que no dijeron de alguien que por donde quiera que transitó mientras estuvo con nosotros dejó la impronta humana, hondamente humana, de un modo de ser y de relacionarse con los demás que tenía como argamasa moral sobre la que se sustentaba, al menos es así como yo lo recuerdo, un sentido de la bondad que le hacía ser respetado y querido, sobre todo querido, que es una de las máximas aspiraciones de los hombres buenos. Yo le conocí en un Ayamonte de barcos y atunes que pertenece ya a un pasado que es patrimonio inmaterial y sagrado de la memoria.

Para mí, retrotraerme mentalmente al Ayamonte de los años sesenta, es encontrarme con la figura inconfundible de José María Franco, un hombre de carisma y perfil machadiano, pues era, "en el buen sentido de la palabra, bueno". Es probable que sin él yo no hubiese hecho nada o casi nada en la literatura, suponiendo, claro, que de quien ha publicado más de doce libros y ha ganado algún que otro premio literario, que tal es mi caso, pueda decirse que ha hecho algo digno de ser tenido en cuenta. Al conocerle e intercambiar con él frases y conversaciones que tenían al arte y a la cultura como motivo central, se me iba a abrir la puerta de un destino que me conduciría a Barcelona, donde me aguardaban periódicos, editoriales y editores que le darían un sentido de orden y coherencia al caos existencial en el que entonces se desenvolvía mi vida.

Uno de los últimos trabajos que desempeñé antes de partir para Barcelona fue el de vendedor de billetes en la Aduana de Ayamonte. El otro fue el de peón en los cimientos del Edificio Puerta de España, ese monumento a la desproporción y a la fealdad que día a día se fue alzando del suelo como un gigante acurrucado que se pone en pie para imponerle al mundo su fea presencia. Ambos trabajos, realizados en el mismo espacio geográfico, me permitieron conocer a uno de los policías que prestaban sus servicios en la Aduana. Era, digámoslo así, el policía menos policía de todos los policías que yo he conocido. Poco después sabría que se llamaba José María Franco. Tenía la cabeza prominente de un emperador romano y sonreía como sólo saben hacerlo las personas buenas y decentes. Tenía, también, un rostro redondo, casi planetario, y dos anchas patillas en tenían forma de bocas de hacha, como las de los bandoleros de Sierra Morena. Su rostro parecía haberse formado para que en un futuro que hoy ya es pasado, el escultor Alberto Germán, su hijo, terminara esculpiéndolo en barro cocido, escayola y bronce, materia muerta usada para darle vida a quien le sobraban emociones y sentimientos para transitar por los senderos de la vida desde la bondad y la honradez, dos de sus grandes virtudes humanas.

Si hay que resaltar un aspecto de él que nos sirva para trazar los rasgos más esenciales de su naturaleza humana les diré, como ya he señalado más arriba, que era un hombre bueno, uno de esos seres humanos que se pasean por el mundo llevando el corazón en las manos. Una impronta de él sellaría nuestra amistad de entonces. Me refiero a su vocación personal y creo que emocional: pintaba paisajes, marinas y retratos. Yo, en cambio, escribía cosas. Dentro de él bullía la sangre inquieta de un pintor que soñaba con atrapar todos los matices y claroscuros de la luz de la vida que le rodeaba. En mi cerebro se agazapaba la idea de ser escritor. De ahí surgió nuestra amistad. Mientras que él era un policía que pintaba hasta que dejó de ser policía para convertirse en profesor y en pintor para así no vivir contra los impulsos artísticos de su propia naturaleza humana, yo era un chaval retraído y tímido que andaba perdido en dudas y cavilaciones y en cuyo corazón latía con fuerza el amor a las palabras y a la poesía, esa forma superior de conocimiento y de sentimiento que ayudan a comprender que las cosas más esenciales de la vida, las que nos ayudan a entendernos y a entender el mundo que nos rodea, son esas que están dentro de nosotros mismos y que, según el decir de Antoine de Sain-Exupéry, autor de El Principito, no se pueden ver con los ojos. En alguna parte debía estar escrito que el pintor que era él iba a prestarle ayuda al escritor en ciernes que se estaba forjando en mi interior. Y así fue. Un día me habló del escritor Rodolfo Meneses, el cual se carteaba con Francisco Candel, una de cuyas novelas, Hay una juventud que aguarda, estaba yo leyendo en aquel momento, fuertemente impresionado por las vivencias de chavales que como yo buscaban vivir y explicarse la vida que le rodeaba a través de la literatura y la pintura. Ahí empezó mi odisea en el farragoso mundo de las letras. Cuando me marché a Barcelona, Rodolfo Meneses me recomendó a Paco Candel, éste me acogió en su casa y prologó Nacido con mala sombra, mi primer libro publicado.

En el centro de estas evocaciones, como paradigma de un modo de ser y de estar en el mundo que sirve para que las personas tengan un referente moral y humano al que acudir en tiempo de imposturas y devaneos morales que conducen a la confusión ética y al caos, se encuentra por derecho propio la figura entrañable y humana de un José María Franco que me honró con su amistad. De él quedan sus cuadros y su memoria, dos motivos para recordarle y luchar contra los fantasmas oscuros del olvido, un olvido que para él no deseamos quienes le conocimos.

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