CubaCultura 2020

¡Padura en Huelva!

  • Obligado repaso a la figura del gran escritor cubano Leonardo Padura con motivo de su homenaje en el ciclo veraniego del Centro de Arte Harina de Otro Costal, en Trigueros

El escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, 1955), en una visita a Sevilla.

El escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, 1955), en una visita a Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

Descubrí a Leonardo Padura en La novela de mi vida (2002). Lucía la elegante edición de Tusquets en la mesa de novedades de la Librería Saltés. Me llamaron la atención la portada –un fotomontaje de un ojo a punto de llorar con un mar celeste y verde en vez del globo ocular– y una faja turquesa en la que el también cubano Abilio Estévez elogiaba la obra como “la más lúcida, ambiciosa y apasionante novela sobre los cubanos y el destierro”. Abiertas las solapas para conocer al autor y leída la contraportada en la que nos planteaba una doble trama temporal, con el protagonismo compartido de Fernando Terry, profesor exiliado hacía 18 años, y el también desterrado y primer poeta genuinamente cubano José María Heredia, objeto de la tesis de aquél, pensé que ésta podría ser también “la novela de mi vida”. Sólo que cambiando al poeta romántico por José Martí, a quien también dediqué una tesis con el objeto de recuperar precisamente sus Flores del destierro.

Tanto la obra como la vida de quien se considera figura fundamental de la independencia de Cuba siempre me parecieron dignas de una novela que no sé si llegará a escribirse algún día. Pero ante mí tenía una extraordinaria historia que conciliaba visiones tan alejadas de un mismo destierro, que como la señal de Caín –de Abel debiera ser en este caso– acompaña a la literatura cubana desde su emancipación en tiempos de Heredia, Saco, Del Monte o Varela.

Leí la novela con tanta pasión como reconocimiento de unos personajes, ideales y situaciones que yo mismo había conocido en mis indagaciones martianas, que todavía hoy considero inagotables. Y muy semejante al caso de Heredia en la capacidad de conjugar en sus vidas el compromiso revolucionario de la literatura y de la política, pues ambos serían precursores: uno del romanticismo, el otro del modernismo, así como de la libertad de la Isla.

La misma biografía y bibliografía del libro hablaba de su serie de novelas. Las cuatro estaciones. Acudí pronto a ellas y así es como conocí a su alter ego, Mario Conde, ex policía, más tarde investigador por cuenta propia dedicado a la compraventa de libros, pero siempre habanero, o “mantillero”, como se reconoce el auténtico Padura. Después de dos décadas de aquellos títulos me resulta difícil calificar de novela “negra” o policiaca las del Conde y de corte más clásico Herejes (2013), por ejemplo. A la que tanto se acerca además su última publicada, La transparencia del tiempo (2018). Como el Quirke de Black/Banville para Dublín o el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán para Barcelona, este peculiar protagonista es una encarnación de la propia ciudad de La Habana. Y de un tiempo tan difícil que ha sabido interpretar y compartir con sus lectores con absoluta honestidad y con una maravillosa capacidad de invitarnos a la vida más genuina desde la literatura.

Sigue siendo portentosa, y una de las mejores novelas en castellano de lo que va de siglo, 'El hombre que amaba a los perros' (2009)

Sigue siendo portentosa, y una de las mejores novelas en castellano de lo que va de siglo, El hombre que amaba a los perros (2009). Como si ya fuera sello de su arquitectura narrativa –en la que tan bien mide los tiempos del relato, la cadencia de los diálogos y el espacio justo de las descripciones– la novela discurre en dos tramas temporales: la del tiempo de la revolución y del exilio de Trosky en México y la de su asesino, Ramón Mercader en sus últimos años, que pasó en Cuba como Ramón López y bajo un absoluto anonimato que sólo la destreza de un infatigable investigador como Padura es capaz de desmadejar. Será una constante de todas sus novelas, el perfecto acabado de sus tramas –con un rigor y tenacidad que nos recuerda a Vargas Llosa– y la capacidad de incorporar los ángulos más sugerentes de la Historia, escalando épocas y países, al ritmo cotidiano, y a veces tan quieto, de la Isla, particularmente de La Habana, en la que suelen confluir todos sus relatos.

En Herejes (2013), un mecanismo semejante de tramas, pero esta vez con la aparición de Mario Conde, nos llevará al tiempo de Rembrandt y de distintos exilios –del XVII, en Holanda, de los cuarenta del siglo pasado en Alemania o del republicano español– que recorren buena parte de su obra como una de las condiciones permanentes de tantos seres humanos y en todos los tiempos. Algo parecido ocurre con su última novela hasta la fecha, La transparencia del tiempo (2018), donde nuevamente combina sus relatos de largo aliento con los trazos de su vertiente policiaca, en este caso a partir de una imagen de virgen medieval que nos lleva hasta aquella Cataluña o a quienes se exiliarían muchos años más tarde de aquel lugar. Aquí los exiliados proceden de la zonal oriental de la isla, ocupan zonas marginales de la capital y se les llama palestinos por esa misma condición apátrida que padecen y que les condena a los “bajos fondos” y oficios de una ciudad que, como el propio protagonista –Conde de nuevo–, se empieza a volver transparente camino de su desaparición.

Reconocido admirador de Hammet o Chandler, autores de la genuina novela social norteamericana, persigue en cada página la atención, atrapándola tanto en la corriente fundamental del argumento como en esos meandros necesarios de lo que llegaría a llamar Azorín “primores –y sinsabores, añadiría yo– de lo vulgar”. Pues es aquí donde el autor nos regala la estampa de la vida cotidiana, de las aventuras y desventuras de los seres anónimos que como proponía Unamuno son los que crean la “intrahistoria”, la más auténtica por verdadera y humana, a veces demasiado humana.

No renuncia Padura al magisterio de Alejo Carpentier o Lezama Lima, entre otros autores cubanos de la generación anterior

No renuncia Padura al magisterio de Alejo Carpentier o Lezama Lima, entre otros autores cubanos de la generación anterior, pero su literatura y su manera de entenderla son muy otras. Lejos de la exuberancia y poesía de “lo real maravilloso” –reconocido también desde el boom como realismo mágico–, su prosa es muy rica de matices pero muy pegada siempre al relato y a ese fresco narrativo de “la isla entera” durante su último siglo. Para el lector que quiera conocer las entrañas de tu taller y de su incansable dedicación a la literatura (reconoció al recibir el Premio Princesa de Asturias que sus patrias eran Cuba, la lengua y el trabajo; y yo añadiría el béisbol) resulta reveladora su Agua por todas partes (2019). Donde a partir de una célebre cita de Virgilio Piñera, también él se siente preso de “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. Desde ese horizonte infinito que ofrece el malecón habanero, nos convoca estos días Leonardo Padura, aunque al final sea virtualmente debido a la fatal pandemia que obligó a cancelar su vuelo. Mi exclamación en el título es porque lo considero un acontecimiento mayor para quienes miramos desde aquí, tan lejos, pero habitamos, tan cerca, la misma lengua que él ha hecho más ancha y propia en sus libros.

Llega de la mano de CubaCultura, ciclo que organiza desde desde hace años el Centro Cultural Harina de Otro Costal, en Trigueros, con la colaboración de la Diputación y el impagable compromiso y generosidad de Lourdes Santos y Juan Manuel Seisdedos, sus principales artífices. Aun en circunstancias tan difíciles como las de este año, y contando con todas la medidas necesarias de seguridad, este 2020 tendrá un claro sabor a Mario Conde y al propio Padura que participará también desde La Habana en algunas de sus propuestas. Ya sean las versiones cinematográficas de sus obras (varias y buenas, por cierto) o el rastreo por la calles habaneras de un arquitecto, José Ramon Moreno, que tan bien las conoce, pues ha contribuido a su restauración. La semana homenaje al escritor cubano se cerrará con un encuentro el 25 de agosto con el autor.

Cuando ahora, dándole vueltas al tiempo de mi propia poesía, recuerdo aquel día en que descubrí a este excelente escritor, también rescata mi memoria, saltando otros veinte años atrás, las horas que dediqué a una tesis (jamás concluida) sobre Lezama Lima, otro cubano de cultura y transparencia (en sentido juanramoniano) universales. Además de las influencias de Martí o Góngora en su obra, mi trabajo perseguía la insularidad –y cubanidad, válgame la expresión que también valdría a Padura– de su obra. Y lo hice a través de su célebre Coloquio con nuestro Juan Ramón Jiménez, celebrado durante su estancia en Cuba en 1937, y del que publicamos un resumen en el número 5 de Con dados de Niebla, noviembre de 1987. De aquellos años conservo la postal (con un hermoso dibujo de René Portocarrero) con la que Eloisa Lezama Lima me daba la bienvenida a la Religión Lezama. Jamás abjuré de ella. Como tampoco lo hago, desde aquel remoto día en que descubrí La novela de mi vida, de otra posible Religión, Hermandad o Cofradía Padura, tan agnóstica como vitalista y hasta pecaminosa. Si no a consagraros a ella, que ya bastante lo hace el propio autor, sí al menos os invito a comulgar con alguna de sus obras. No os arrepentiréis. Y si tuviera que confesaros alguien, lo haría el Conde. Así tendréis ganada la gloria de la buena literatura.

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