Cultura

El Mayo que fue en marzo

Seguramente Franco empezó a perder la Universidad, como ha dicho Tamames, en 1956, insensible a las peticiones de reforma moderada de un grupo de profesores de la Complutense. Sin embargo el ciclo del movimiento estudiantil español corresponde a la última década del franquismo, coincidiendo con la llegada a las aulas universitarias de la generación que no había vivido la guerra.

Han pasado cuarenta años de aquellos acontecimientos, tiempo suficiente para que un historiador con criterio, como es Alberto Carrillo-Linares, nos ofrezca una explicación solvente del movimiento estudiantil español que incorpora la perspectiva de la cultura política que resulta sumamente clarificadora para salvar la aparente contradicción entre la tardía y minoritaria militancia universitaria en organizaciones políticas y, en contraste, el masivo seguimiento (junto a la progresiva radicalización) que alcanzaron sus iniciativas. El distrito universitario de Sevilla resulta, así, un pertinente case study que replantea uno de los principales problemas que tuvo el tardofranquismo, estableciendo una cadencia razonada del proceso que va del despertar de la conciencia crítica, bajo el mandato del rector Calderón Quijano, a la fase de creciente politización que caracterizó los años 1973-77.

La transmisión de experiencias a través de profesores que habían conocido modelos universitarios democráticos fue esencial en el ambiente de las facultades de Derecho y de Letras del curso 1965-66. Contribuyó a que la general indiferencia respecto a las asociaciones de estudiantes promovidas desde el Ministerio (dentro del marco del SEU) derivase en franca desafección y abrió una brecha en los organismos rectores de la Universidad donde empezaron a escucharse voces disonantes al discurso oficial. De este antifranquismo de convicción se pasó pronto a la acción mediante la estrategia de infiltración de los alumnos de ideas avanzadas en los mecanismos de representación que, en un intento último de canalizar el descontento, facilitó el propio Ministerio. El nacimiento de los primeros sindicatos libres, a través de las Reuniones Coordinadoras Preparatorias revela, según Carrillo-Linares, la pluralidad de sensibilidades políticas de aquella Universidad Hispalense que a partir de la primavera de 1968 descubrió además su capacidad de movilización de masas.

Marzo del 68 supuso un inesperado éxito para el movimiento estudiantil sevillano pero también, por la propia visibilidad adquirida, significó el comienzo de las divisiones internas ante la disyuntiva de extender la reivindicación académica a objetivos más amplios de desestabilización política como pretendían los comités del PCE ya entonces implantados en algunas facultades sevillanas. La subversión política general será la consigna que domine la confrontación de la última fase del movimiento, después del baldío intento de reconducción de la situación que impulsó el Rector Clavero. Un proyecto de cambio político que, a partir del curso 1973-74, amplió el espectro de militancia en organizaciones de izquierda revolucionaria para los estudiantes más comprometidos (siempre una minoría), pero sobre todo fue capaz de movilizar a las grandes mayorías que entraron en la dinámica de los actos públicos y las protestas por la vía de los gustos y sensibilidades (a través de las aulas de cultura, los clubs y las revistas universitarias), retroalimentándose de las torpezas del régimen. De este modo -concluye Alberto Carrillo- las redes informales que iniciaron el movimiento también lo llevaron a su fin (desbordando el estricto marco de las organizaciones) en un horizonte de desafío colectivo que superó el miedo inicial para tomar la iniciativa situando el poder establecido en posiciones claramente defensivas.

Alberto Carrillo-Linares. Sevilla, CEA, 2009

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