De libros

Duras ante la montaña

  • Escrito en principio para ser representado en teatro, 'El cine edén', entre el guión y la novela, supuso un regreso de la autora al paisaje de su infancia

La escritora, guionista y directora de cine francesa Marguerite Duras (Gia Dinh, Vietnam, 1914 - París, 1996).

La escritora, guionista y directora de cine francesa Marguerite Duras (Gia Dinh, Vietnam, 1914 - París, 1996). / d. s.

L'Eden cinéma fue una de las momentáneas tablas de salvación de Duras, uno de esos proyectos que la desviaban de la autodestrucción alcohólica aunque fuera mediante la exacerbación tragicómica del dolor, de los recuerdos familiares y la reincidencia en esa "musiquita", como ella misma se refería a su estilo, que en tan reconocible la convertía a oídos de seguidores y detractores. A finales de los años 70, Duras venía de rodar una de sus cimas fílmicas (Le camion), establecidos ya, incluso geográficamente, los centros de su apabullante creatividad: el piso de la calle Saint-Benoît, la zona literaria donde comparecían amigos y amores (Antelme, Mascolo, Quenau, Morin, Mitterrand...); la casa de Neuphale, lugar de lo cinematográfico, del hijo errático, de los amigos de éste, que la rejuvenecían, de un vibrante presente abrillantado por una renovada troupe de colaboradores que la trataban como a una igual: Depardieu, Nuytten, Auvray... Entre medias, literalmente a medio camino de ambos mundos, el teatro, al que reenganchaba en esta ocasión, tras salir de la desintoxicación etílica, gracias a Claude Régy y a la legendaria compañía Renaud-Barrault; otro careo, entonces, con la madre de ficción, Madeleine Renaud, veterana actriz cómplice a la que venía de inmortalizar, cargada de fragilidad, joyas y oros, en Des journées entières dans les arbres (1976), versión fílmica de la novela corta en la que también tuvo cabida Bulle Ogier, especie de alter ego de la propia Duras en el primer reparto teatral de El cine Edén.

En una nota de indicaciones al final de la obra, Duras señala el porqué de la necesidad del regreso, además de por la callada cuestión de la pura supervivencia física, al paisaje geográfico, histórico, sensorial y mental de su infancia y adolescencia; es decir, la vuelta a la madre y a su cruda peripecia colonialista en Saigón, en la Indochina francesa, estrella refulgente de su constelación creativa a la que ya había dedicado el que fuera su despegue literario, Un dique contra el Pacífico. El motivo que Duras explicita en esta suerte de breve epílogo es el de la traición que la adaptación de este libro al cine, llevada a cabo por René Clément, supuso a la verdadera historia, transmutada finalmente por el director en una de pionerismo en el Vietnam, tierra enemiga y extraña. Así, El cine Edén, que hace referencia al regalo de una imaginaria segunda vida de pianista de cine mudo para la madre tras su fracaso como terrateniente, debe pensarse como la reapropiación de un relato (y de una violencia) por parte de Duras, quien tras renegar del tiempo en que aún no se atrevía a ser ella misma cineasta, reanudaba su teatro para volcar la sonora escritura de madurez en un híbrido escénico-literario que por fin podía hacer justicia a la compleja densidad del recuerdo.

Leyendo El cine Edén se percata uno entonces de que Duras señala cuándo acaban las "escenas interpretadas"; por ejemplo, entre la madre, que tira, metafóricamente, los ahorros de maestra a las mareas del Pacífico engañada por la corrupta burocracia generada por el colonialismo, y sus hijos, o entre alguno de ellos y el enriquecido oriental Mr. Jo, que quisiera comprar la voluntad de Suzanne, la hija púber, con el grueso diamante que podría cancelar las tremendas deudas de la familia. Es decir, que lo teatral reconocible sólo supone una pequeña porción de una obra mecida por la música incidental, los valses y one-steps de Carlos D'Alessio, habitada por voces en off -las de Michael Lonsdale y Catherine Sellers en el debut- que procuran la contaminación entre espacios y tiempos.

Así, esta representación de El cine Edén no puede separarse de un ideario estético que reniega del teatro como fórmula de escenificación verosímil y abre los textos a su potencial de lectura onírica y sensorial. De esta manera, resulta inapropiado pensar la dramaturgia durasiana sin tener en cuenta la experimentación -sutiles dialécticas entre la quietud y el movimiento- que estaba llevando a cabo desde hacía años en el cine. Sin tampoco olvidar el profundo despojamiento al que había conducido a su literatura, donde tanto influyera el último Musil, el interrumpido glosador de un nuevo e inacabado mundo que recomienza en otro más allá de la moral; pieza clave, me parece, para entender a la polifacética y polifónica escritora.

El cine Edén supuso, ahí donde fondo y forma se abrazan, una de las más intensas invocaciones de la madre, aquí montaña, dique inundado, fuerza asexuada y cruel, verdugo y víctima de un colonialismo al que desangra en un memorable e iracundo monólogo. También la madre es aquí niño, uno de los infantes de Duras, esos que prefieren continuar intocados y salvajes antes que caer en la escuela y aprender a ver y sentir estrechamente el mundo.

El cine Edén

Marguerite Duras.Trad. Alba Ballesta. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Madrid, 2016, 126 páginas. 19 euros

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