Fila siete

Diosas de la gran pantalla (I)

Las mujeres en el cine han tenido siempre un protagonismo en muchas ocasiones trascendental. Ello dio lugar al star system, que ha tenido y en ocasiones sigue teniendo, en las actrices un valioso fundamento que avala su verdadero lugar en las películas. En parte la fama y la admiración encumbraban a estas actrices en lugares de honor. Ostentaban esa primacía como diosas de la pantalla, como ninfas egregias de una mitología cinematográfica que las situaba en el paraíso de ese mágico mundo de fantasía forjado por tantos amantes del arte cinematográfico y por los adoradores sempiternos de ídolos del Séptimo Arte.

De Greta Garbo, la sublime intérprete de Margarita Gautier (1936), de George Cukor, se decía que tenía una mirada enigmática que hipnotizaba a los espectadores; A Theda Bara, la primera estrella vamp, se le atribuía una mirada abismal que brotaba de la profundidad de su aura estelar. Jean Harlow, la primera sex symbol, devoradora de hombres, hizo de su cabello rubio platino un destello de espectacular atracción para muchos. Rita Hayworth, con Gilda (1946), de Charles Vidor, se convirtió en el mito sexual de su tiempo. Marylin Monroe ha sido y sigue siendo el más fascinante y perturbador icono del cien de todos los tiempos.

En este Parnaso de las rutilantes estrellas del firmamento cinematográfico, ellas representan la contraposición brillante de otro tipo de cine donde la mujer ocupa lugares secundarios al lado del poderoso protagonista masculino. No nos engañemos en multitud de películas de aventuras, de acción, en el género policial y sobre todo en el western, la mujer es solamente un complemento del héroe o del malvado de turno masculinos. Generalmente su aportación, su intervención, su presencia en suma, obedece a lo que suele llamarse "amor cortés". Es decir lo que el hombre pretende y a quien debe mostrar, a veces de forma seductora y sibilina o tal vez rudamente, sus méritos como panacea para lograr su amor o sus favores. A veces en estas ocasiones para nada importan las complejidades del alma femenina.

En muchas películas hemos podido ver que, pese al empeño de la propia historia o de sus artífices, en este caso el director, por pervertir la personalidad de la mujer, ésta ha aflorado esplendorosamente sobre su condena con brillo muy personal. Quizás en alguna ocasión he citado que el director español, Luis Buñuel, genial y sarcástico siempre, era especialista en eso que se llama mujeres malas (en la acepción popular), volubles o pérfidas. Recordemos Susana, carne y demonio (1951) o Ese oscuro objeto de deseo (1977), que sin embargo no empalideció sino todo lo contrario, la sugestiva estela personal de actrices como Rosita Quintana , en la primera, y de Ángela Molina y Carole Bouquet en la segunda, donde interpretaron a la misma dama. Lo mismo podríamos decir de Silvia Pinal en Viridiana (1960) o Catherine Deneuve en Belle de jour (1966).

Llegaríamos así a lo que el crítico y escritor, profesor de Apreciación del Cine y organizador de los prestigiosos ciclos de cine en Alianza Francesa, Bértold Salas Murillo, escribía en torno a las películas que muestran desconfianza y rechazo contra el sexo femenino, miedos y odios, que ponían a las mujeres del cine bajo sospecha. ¡Oh, las diosas del cine! Volveré con ellas.

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