Cultura

Desolación y lirismo

  • Con prosa impecable, la compasión y la amargura, se cruzan en la obra del autor

Hay una literatura vanguardista, experimental, de difícil hallazgo, como hubo una literatura social y de denuncia, años 50/60, de la que hoy apenas salvamos a los grandes nombres: Cela, Delibes, Ignacio Aldecoa. La extraña singularidad de Juan Marsé, Premio Cervantes 2008, fue esta feliz conjunción de la forma y el discurso, del recuerdo desolado y la estructura lírica, cuando los 70 empezaban a buscar en los novísimos un agua más pura en que lavar y olvidar las pesadumbres del siglo. Ésa es la novedad que trajo Si te dicen que caí (1973), la novedad de la forma sobre un fondo de grises, a lo cual habría que añadir el universo sexuado de Marsé, más la presencia oblicua de la ciudad, de Barcelona, de una Barcelona popular, nocturna y vertiginosa.

Este mismo vínculo de la ciudad y el hombre es el que traerán Vázquez Montalbán y González Ledesma, cuando desplieguen ante nosotros una Barcelona en negro, con suburbios ominosos y doradas plateas donde brilla el oro especulativo y el esplendor provinciano del antiguo régimen. En Marsé, no obstante, está también la memoria. En Marsé, en su novedosa ejecutoria, se aparece y reclama un lugar la derrota. A su lirismo exacerbado, a su Barcelona suburbial de "solares ruinosos y tronchados geranios", vienen a sumarse las décadas de oprobio y el fantasma acuciante, polimorfo, inabordable, de la posguerra. Que esta fórmula impensada, el lirismo testimonial, la evocación subjetiva, ya fuera practicada por Aldecoa y por Umbral, mínimo batallón de la literatura a ultranza, no empequeñece en nada la audacia de la empresa. Al contrario. En Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse) hay una desnudez sombría, una carnalidad a deshora, un somnoliento amanecer al mundo, que le confieren una poderosa voz y un peculiar, un sinuoso y difícil tono narrativo.

Quienes crecimos soñando con La muchacha de las bragas de oro (inolvidable y áspera Victoria Abril en su versión cinematográfica); quienes intuimos una vida otra, quizá más trágica, pero también más viva, en la narrativa de Marsé, contrajimos una deuda inmarchitable con el maestro: la capacidad de ver, sobre la realidad mostrenca, la rosa oscura de los cuerpos; el solitario empeño, tras tantos años de silencio, de traer a flor de agua nuestras propias vidas. Vidas en la penumbra, latientes y embozadas, que tuvieron su hora de luz, su vindicación pacífica, en obras como la que hoy se premian. De aquella España, probablemente, quizá no quede nada. Queda, no obstante, el parpadeo fugaz de la desdicha en páginas memorables. Sin ánimo de ser exahustivos, digamos que en Juan Marsé se cruzan, de modo natural y con prosa impecable, dos apetencias del corazón humano: la compasión y la amargura.

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