Cultura

Bonald: "Queda mucho pasado"

  • Caballero Bonald recopila sus dos libros de memorias en un único volumen, 'La novela de la memoria'. Charla sobre su tiempo en el jardín de Los Gallos, donde sopla el viento de Doñana

"El porvenir está caducado, es muy estrecho. Queda mucho pasado. Mucho pasado. Tengo 83 años... ¿Que qué siento? Zozobra..." El hombre habla pausado ante una copa de manzanilla -"he abandonado el licor, pero no el vino"-. Acompaña la manzanilla con pausas y almendras. Zozobra. Repetirá varias veces la palabra a lo largo de la conversación. No es extraño en un adolescente que soñó con ser marino mercante y estudió Náutica en Cádiz para ser uno más de los personajes de Conrad, de Stevenson, de London. La gran familia marina. Zozobrar: peligrar la embarcación por los vientos. ¿Cuántas veces zozobró? Todas aquellas en las que huyó y encontró otra patria. Definición bonaldiana de patria: "Aquel lugar en el que te asomas a la ventana y te sientes a gusto". Para encontrar una patria, antes el desasosiego, la zozobra y los vientos.

"Tuve la suerte de tener una tisis entre los 17 y 18 años, con toda la suerte que puede suponer tener una tisis, para darme cuenta de que mi salud era en exceso quebradiza para ser marino". Y no fue marino y quiso ser filósofo, "una de las muchas equivocaciones que se cometen en la vida". La Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla de aquellos años no le ofreció nada que no fueran largas charlas y una Universidad arrodillada ante el 'gran poder'. Y no fue filósofo ni marino y fue otra cosa que tenía que ver con lo uno y con lo otro, pero no exactamente: cientos de poemas, trece poemarios, cinco novelas...

Hasta que un día del tiempo cuando empezaba a quedar mucho pasado y poco porvenir pensó en los Bonald acostados, los tres Bonald acostados, un tío, un primo y el abuelo que decidieron abandonar su existencia de peatón y vivir los restos en una cama. "En la familia se hablaba de ellos de manera piadosa y pensé en escribir un relato sobre los Bonald acostados". Así empezó un relato que luego fue una novela y que luego fueron unas memorias, llenando por ambos lados, por delante y por detrás, esa imagen de los Bonald acostados.

José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926) publica La novela de la memoria, los dos tomos de sus memorias -Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir- juntos, y entra en una rueda de entrevistas, ésta entre ellas. "¡Qué aburrido hablar todo el rato con periodistas!" "Más que aburrido, lo que pasa es que sin darte cuenta repites la anécdotas", contesta cortés. Lo dice después de contar su enigma. Su enigma vive en un hotel de París al que acudió de incógnito. Nadie sabía que estaba allí. En la recepción del hotel, entrada la noche, descolgaron el teléfono: "¿Monsieur Caballero Bonald?". Lleno de asombro y de enigma, Bonald bajó las escaleras. Nadie contestó al otro lado. El enigma. Luego han aparecido fantasmas, seres, o lo que sea del otro lado, y Bonald, que habla serio pero no para de deslizar humor, concluye que "mi relación con los fantasmas es cordial", del mismo modo que hubiera dicho "esta manzanilla no está del todo fresca". Insiste: "Es cierto, no tengo problemas con los fantasmas".

En Los Gallos. Sopla el viento y bombardean gotas de agua la capota del jardín de la casa de Los Gallos, junto a la playa de Montijo, oculta en una carreterilla hecha cisco que une Sanlúcar con Chipiona. En ese escondite, desde cuya atalaya se contempla Doñana en sus amaneceres y anocheceres, en sus vidas y en sus muertes, se refugia uno de los pocos supervivientes de la generación de los 50. Hay una foto realizada en Collioure, el lugar donde marchó a morir Antonio Machado. Esa es la foto de familia de su generación. El único que tiene bigote, el primero sentado a la derecha, es Bonald. Con él, Barral, Valente, Ángel González, Gil de Biedma... ninguno está ya. "¿Revisa esa foto? ¿Qué siente el superviviente?" "La zozobra... Desazón. Sí, soy el superviviente de aquel grupo de amigos. Estás en la senectud, eres un anciano que ve pasar la vida viendo caer la tarde, melancólico".

Estamos ante un libro que no es nuevo, un libro ya escrito. "¿Ha incluido algo nuevo?" "No, en todo caso he quitado". "En el título ha jugado con una idea que ya le rondaba la cabeza, algo que había mencionado unas cuantas veces. No son unas memorias propiamente, es una novela". Se da Bonald una de sus famosas pausas. "Me di cuenta según avanzaba en las memorias de que lo que estaba escribiendo, en realidad, era una novela en la que yo era el protagonista, pero con más intensidad, con más apoyo argumental. Y, al mismo tiempo, comprendía que no recordaba las cosas con exactitud. Lo aprendí de Carlos Barral, que escribió unas memorias magníficas y que decía que lo único que encontraba era preguntas. Todo el que recuerda se equivoca. Este libro está lleno de verdades inventadas. Según escribía, los espacios del olvido los ocupaba con la invención, invenciones que seguramente ocurrieron, pero que yo no puedo asegurar que ocurrieran".

El inventor de memorias no miente, lo deja claro. Cita a Machado: "También la verdad se inventa". Se cita a sí mismo: "Unas memorias no son una autobiografía, una relación de datos y fechas". Puede parecer contradictorio, pero Bonald lo afirma con convicción: la invención no es mentira. "Seleccionaba lo divertido o disparatado, lo explicativo. Suprimía fragmentos oscuros". En ese proceso de selección saltan jirones de memoria como virutas, minutos vividos que no tienen sitio en el sarcófago de la memoria. Y lo más dramático es que hay minutos vividos, minutos mágicos, desaparecidos, de los que sólo queda la sensación de haber existido, pero carecen de forma, carecen de escritura. "Son días de la niñez y de la adolescencia. Días que he olvidado y me gustaría recordar, días que no puedo inventar".

Crece el niño Bonald y descubre los latigazos de la guerra. Ha cumplido catorce años cuando pasea por un Jerez en estado de miedo. No pasa nada, la guerra no pasó por aquí, pero la guerra vive en cada esquina. "La represión en Jerez fue peor que la guerra. Era un Jerez dominado por esos falangistas, falangistas con nombres de poderosos". Bonald intenta utilizar el lenguaje como un arma precisa y, cuando no es preciso, utiliza la pausa. Parece no encontrar palabras para describir ese Jerez, para decirnos por qué había que salir de allí.

Primera fuga. No aguantaba Jerez, Jerez era una asfixia. "Me veía convertido en un poeta local". Escapa para zozobrar. Llega a un Madrid lúgubre, no el Madrid que él pensaba. "Era penumbra, muy poca circulación, gente silenciosa, cariacontecida. Y recuerdo el frío. El frío, ese frío de Madrid, lo puedo sentir. Me asustó, me sorprendió, me exasperó".

Fue salvado por su generación. Las cuchipandas madrileñas le rescatan del estupor por llegar a una gran ciudad que cada día alumbra tristezas. Aquellos de la foto, más la extensión de amigos de Barcelona, componen un cuadro a ratos beodo y siempre exultante. "Éramos partidarios de la felicidad en aquellos años que eran culturalmente hostiles y mezquinos, alegres de vivir en la oposición, en una contestación... bebíamos, trasnochábamos y nos comportábamos como desobedientes". Y si se fijan, definiéndola en su sentido dorado, no ha mencionado la palabra juventud.

El exilio voluntario. Viene a colación porque hay una nueva fuga, una nueva zozobra. Y el destino esta vez es Colombia. "La represión policial empezaba a ser incómoda. Me cansé incluso de mi actividad política. Me convertí en un exiliado voluntario". Quizá la juventud también cansa. Su paso por la cárcel de Carabanchel marca la frontera. No hay patria que se atisbe a través de unas rejas, aunque las rejas sólo duren las horas que duren. Y descubre otro mundo. Por primera vez pisa "un país libre, los comunistas publicaban en los periódicos, existía libertad de cátedra. Me hice los llanos, la selva. Colombia me hizo quererla y recorrerla". A su modo, reconoce que son los años en que hace realidad sus sueños de explorador. Enseña literatura española y humanidades en la Universidad Nacional. Y la conversación sobre Colombia nos lleva a Cuba, a su sangre cubana. Su padre, Plácido, recordemos, era cubano y en su encuentro con Cuba descubre "alegría y locura". Saltamos al presente para valorar la situación. Su posición es testaruda: "Defiendo la Cuba de ahora cuando hablo con quienes la critican, y critico la Cuba de ahora cuando hablo con quienes la defienden". Equidistancia. Lo dirá luego, hablando de otra cosa, de literatura, pero que le vale para todo, le vale para el hombre que se sienta a ver atardecer: "Me he vuelto un escéptico". En la mesa está su sombrero de paja tan característico. Es una composición pictórica. Estamos en una de sus pausas y los ojos de Bonald, a esta hora del mediodía, están vivos y alegres. No se aprecia tristeza, rencor, rabia, dolor... quizá es eso el escepticismo.

Es obligado preguntar lo que todo el mundo pregunta. Si los Bonald acostados son el capítulo 6, y hay otros cinco capítulos antes que nos llevan al nacimiento, incluso a antes del nacimiento, y hay decenas de capítulos después por los que atravesamos los años y llegamos hasta el 75... ¿qué pasó en el 75? Murió Franco, ¿no? No es el final. Pasaron muchas más cosas. Pasaron cosas como que Bonald, definitivamente, se hizo célebre. No hay memoria de ello. Responde: "Es una frontera de la que no me apetece hablar. Viví muy de cerca esos momentos y no quiero volver a recordarlos, sobre todo los años que van de 75 al 81, algolpe de Tejero. Años terribles, de violencia y de pactos entre la izquierda y la derecha, entre Carrillo y Suárez, que dejó un franquismo latente que reaparece de vez en cuando". El siempre ha hablado de la necesidad del drama para escribir, pero este drama no le inspira en absoluto: "Demasiado agobiante para mis capacidades actuales". "¿Y cuáles son sus capacidades actuales?" Lanza esa medio sonrisa que no es del todo una sonrisa: "Porque mi cabeza ya no funciona nada más que en sentido poético". Es inútil insistir. está claro que no ve nada poético en la Transición, ni en ese golpe de estado con un hombre con un tricornio en el Congreso de los Diputados e incluso lanza su defensa del juez Garzón como una pequeña letanía, no hay ninguna novedad con respecto al discurso de los suyos. Le indigna, pero no le inspira.

Las inspiraciones. Rebuscamos en viejas inspiraciones. Algo de narrativa. Para su primera novela, Dos días de septiembre (1962), ambientada en la vendimia jerezana, el autor hace crítica "a un sector de la sociedad que detestaba y detesto, el inmovilista, retrógrado de la sociedad jerezana más tradicional". ¿Ha desaparecido? "O ha desaparecido o quedan algunos ejemplos como reliquias. Pero ahora tienen que trabajar, porque la vida ya no es como esos años. Ya no son ni amos ni señores". Treinta años después, en Campo de Agramante (1992) "hablo de una experiencia personal, de mi conato de isquemia, con descompensaciones de la realidad. Un fondo dramático aprovechable". El interrogatorio es ya a metralleta: ¿Y para la poesía? "Momentos de melancolía y depresión". ¿Por qué a veces dijo que no escribirá más? "Pienso que el esfuerzo que supone escribir tampoco vale la pena y esos momentos depresivos coinciden con la afirmación de que no voy a escribir más. Pero sí escribo. Poesía". Nada de narrativa. "No escribiré ni más memorias ni más novelas. No tengo ni edad ni ganas". ¿De qué se arrepiente? "No, no me arrepiento. Creo que he vivido decentemente". ¿Qué le faltó? Pausa, piensa: "Me hubiera gustado ser saxofonista de jazz".

Pepa, su mujer, presente discretamente en la entrevista, lo confirma. Está contenta porque Pepe escribe, porque no paran de llegar invitaciones, aunque hay que saber dosificarlas. Está contenta porque a ratos Los Gallos se llena de chiquillería, de sus nietos, de sus hijos. Está contenta Pepa, todo amabilidad, porque, su hombre, Pepe, está activo, dice, casi explosivo de creatividad. Explica Bonald que ensaya un verso distinto a lo que siempre ha hecho: "Es un trabajo poético singular que vamos a ver por dónde sale, será un largo poema, aunque sé que a los pocos lectores de poesía que hay en este país, los dos mil o tres mil que haya, a los que hay que cuidar, les gustan los poemarios cortos". Pese a ese mandato de ese restringido mercado, Bonald está convencido de su largo poema-ensayo, versos que surgen "en los momentos menos propicios, en los más inesperados". En ese entusiasmo, el superviviente de Collioure está mostrando un nuevo hombre renacido, cuenta y su mirada no es escéptica, es una mirada niña. Parece que sus ojos estén recitando a Antonio Machado, sobre la tierra francesa, parece que sus ojos estén leyendo aquel viejo poema del emblema de una generación: "Mi corazón espera, también hacia la luz y hacia la vida, un nuevo milagro de la primavera". Bonald se despide en los bordes de Doñana, pura patria. Llegó aquí zozobrando, pero sin naufragar. No es Gordon Pym, ni Lord Jim, pero este hombre tiene una novela.

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