Cultura

Apocalypse Now

  • De un tiempo a esta parte, el Armagedón ha sido un recurso de lo más habitual en las grandes ficciones cinematográficas

Imagino que desde el mismo instante en que el ser humano tomó conciencia del mundo, se abatió sobre él el temor a su finitud. Si la eternidad es un mero presupuesto teórico, si nada es para siempre, ¿por qué iba a serlo este navío interestelar en donde viajamos, la buena y vieja Madre Tierra? Curiosamente, las especulaciones sobre el fin del mundo que ilustran este recelo, presentes en todas las épocas y culturas, comparten un mismo planteamiento: se invita a la reflexión desde la 'espectacularización' de la debacle. Ahí tenemos el Apocalipsis de San Juan como prueba de cuanto decimos: el colosalismo de ciertas escenas responde al deseo explícito de dejarnos con la boquita abierta, pero también al de meternos el miedo en el cuerpo, zarandear nuestras conciencias y sacarlas de su modorra existencial. ¡Quién sabe! Si nos ponen al borde del abismo, igual nos decidimos a corregir ciertos hábitos, personales y sociales.

De un tiempo a esta parte, el Armagedón ha sido un recurso habitual en las ficciones cinematográficas. Desde los infiernos sucesivos de Hiroshima y Nagasaki hasta el triste paisaje venturo que traería consigo el cambio climático, pasando por el cataclismo en pequeña escala que fue el 11 de septiembre y sus secuelas, sabemos que un desastre planetario es factible y que la especie humana tiene dosis suficientes de estulticia y mala leche como para mandar todo a tomar por, pues eso. En consecuencia, han proliferado los filmes que retratan el peor de los mundos posibles avalados de los argumentos más variopintos. Tales ficciones reverdecieron en los años previos al cambio de siglo y de milenio, en una intrigante puesta al día del milenarismo medieval, y en lo que va de década, como un eco persistente del derrumbe de las Torres Gemelas, no ha habido temporada sin un recordatorio de que a lo mejor tenemos los días contados. Sin ánimo de exhaustividad, cabe recordar: El día de mañana (2004), ilustración de las consecuencias de una nueva glaciación, La guerra de los mundos (2005), visión dantesca de una invasión extraterrestre, Southland Tales (2006), traslación del Apocalipsis bíblico al universo de la fantaciencia, La niebla (2007), en la que el exterminio de nuestra raza llega en forma de bruma habitada por extraños seres, o en fechas más recientes Ultimátum a la Tierra, Señales del futuro o La carretera.

Tratemos con mayor detenimiento estas últimas.

Ultimátum a la Tierra (2008), remake del clásico homónimo de 1951, nace con unos saludables deseos de desmarcarse del original. El extraterrestre Klaatu (Keanu Reeves), en concreto, no viene para advertirnos del peligro atómico; no es un embajador de buena voluntad como en el filme de Robert Wise, sino un burócrata. Nuestro planeta está al borde del colapso y alguien allá arriba ha dispuesto salvar algunas muestras de la flora y fauna autóctonas, excepción hecha de la especie humana; Klaatu debe limitarse a supervisar dicha operación. Por desgracia, este arranque 'duro' tiene un desarrollo convencional, previsible. A través de su relación con Helen (Jennifer Connelly), Klaatu descubre que el ser humano no es tan despreciable como parece y decide darnos una segunda oportunidad. Así, el 'ultimátum' del título español se queda en 'reprimenda', y la película se cierra con el preceptivo Happy End; un final feliz no tan enojoso como el que clausura Señales del futuro (2009) de Alex Proyas, quien tampoco se muestra muy dispuesto a llevar semejantes relatos hasta sus últimas consecuencias.

Quizás sea insuficiente para hablar de un "universo propio", pero Alex Proyas tiene unos intereses bien definidos (la ciencia ficción, cierto fatalismo) que pasan de un film a otro dando coherencia, no empaque, a su filmografía. Señales del futuro, una especie de cóctel de Encuentros en la Tercera Fase y Cuando los mundos chocan, apuntaba más alto que en producciones anteriores y, en consecuencia, el batacazo ha sido mayor. El protagonista, John Koestler (Nicolas Cage), es un profesor de matemáticas obsesionado con un mensaje cifrado, escrito medio siglo atrás por una niña, en el que se enumeran los desastres mundiales acaecidos entre 1959 y la actualidad; lo inquietante es que las últimas coordenadas del mensaje se refieren a un cataclismo cósmico... inminente. Proyas, que ha depurado muchísimo su estilo desde los tiempos de El Cuervo (1994), factura un producto solvente, pero sin garra, y lo corona con una moraleja tontorrona como pocas. Conforme se vayan confirmando sus temores, Koestler, que representaba el escepticismo -ante sus alumnos defendía la "aleatoriedad" frente al "determinismo"-, irá recuperando la fe. El fin del mundo le sirve a Proyas únicamente para recordarnos que nunca es tarde para enmendarse. Señales del futuro acaba con el regreso del protagonista a casa de los padres, buenos creyentes, al tiempo que una enorme llamarada arrasa el planeta. Es para echarse a llorar. Poco importa si todo se va al carajo; lo importante es que la ovejita descarriada ha vuelto al redil.

Muy distinta, afortunadamente, es The Road (2009), una sobria adaptación de la escalofriante novela homónima de Cormac McCarthy. Lo decisivo aquí no es la causa del desastre que convierte la Tierra en un inmenso erial en donde nada crece y todo muere, sino los efectos: la aniquilación de la especie humana. El director John Hillcoat, lejos de endulzar el relato de base, hace suya la moraleja del libro: no debemos depositar ninguna esperanza en quienes pongan el mundo al borde de la quiebra pues, en el caso de que se diera la peor de las hipótesis, lo que vendrá después será aún más espantoso. La palabra 'supervivencia' puede ser hermosa en ciertos contextos, pero en otros es forzosamente inquietante, ya que alude al mal que somos capaces de hacer con tal de salvar el pellejo. The Road describe el viaje de un padre y su hijo a través de unos Estados Unidos devastados y a lo largo de una carretera que los lleva hacia el Sur en pos de una mejora de las condiciones más bien incierta (de hecho, cuando lleguen a su meta encontrarán un mismo paisaje desmantelado). Los objetivos de cada día son dos: encontrar algo de comida y evitar a sus semejantes ya que, ante la escasez de alimentos, la ciudadanía se ha dado al canibalismo. La historia es desgarrada y terrible, que son los únicos adjetivos válidos con tramas semejantes.

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