Mundo

El Líbano se cansa de renacer

  • El país de Oriente Próximo se descompone día a día sin remedio víctima de la crisis económica, el sectarismo político y la corrupción

Una avenida de Beirut.

Una avenida de Beirut. / A.N.A.

El Líbano es un país cansado de renacer. Exhausto. No hay rastro del exotismo que hicieron a este pequeño país del Mediterráneo oriental legendario en Oriente y Occidente. Hay tristeza y crispación. No es para menos: el Líbano atraviesa su peor crisis económica en décadas. La guerra civil (1975-1990) comenzó a cavar la tumba de este crisol y muestrario de religiones, etnias, estirpes y conflictos del Medio Oriente y décadas de mala gestión gubernamental y acción saqueadora de unas élites corruptas, con un sistema financiero irresponsable campando a sus anchas, terminaron de hundirlo. No cuestionaremos a Naciones Unidas cuando asegura que el 80% de los ciudadanos vive por debajo del umbral de la pobreza.

Uno de los grandes paseos de Beirut. Uno de los grandes paseos de Beirut.

Uno de los grandes paseos de Beirut. / A.N.A.

Beirut es una ciudad desconcertante. Pareciera que el patrón urbanístico formado por edificios rutilantes de cristal y lujo e inmuebles destruidos por la guerra civil o la explosión del 4 de agosto de 2020 (o por las dos cosas juntas) hubiera sido estimulado a propósito como seña de identidad por sus gobernantes. Si es que hay alguien al mando, porque la sensación en Beirut y en todo el Líbano es la de que el país camina por inercia hacia algo peor.

El Ejército libanés es la única institución que guarda prestigio en el país

Aunque prácticamente todo libanés tiene arma en casa, predomina una sensación general al recorrer el país es de seguridad. “El miedo aquí no es a la guerra o al terrorismo, como antes, pero sí a que la situación se siga complicando en el día a día cada vez más para la población y haya una desgracia”, nos advierte Roberta Jumana, trabajadora italiana de la cooperación internacional, once años de vecina de la capital. Como en la guerra civil, Beirut sigue dividido mentalmente entre oeste y este –sector musulmán y cristiano respectivamente- por una línea verde ahora imaginaria.

La explosión en el puerto dejó 224 muertos y 7.000 heridos, y aún no se ha esclarecido

Lo cierto es que en los distritos mayoritariamente cristianos del Beirut oriental se respira un ambiente de libertad e igualdad entre hombres y mujeres prácticamente sin parangón en el Oriente Próximo, uno de los rasgos que aún perviven de la sociedad abierta y cosmopolita que ha sido el Líbano (o una parte de él). Aunque la mítica noche beirutí es una sombra de lo que fue, aún puede reconocerse en los clubes y terrazas del barrio de Mar Mikhael. Nadie quiere aquí más guerra entre comunidades, 18 grupos religiosos distintos comparten este malhadado país dicen las estadísticas, pero cristianos –divididos entre maronitas y ortodoxos griegos, entre otros grupos-, sunitas y chiitas siguen siendo enemigos íntimos. Cada uno en su casa, y Dios cada uno el suyo.

“La decadencia de Beirut es evidente”, nos admite Tomás Alcoverro, decano de los corresponsales en Oriente Medio y último de Filipinas, desde su piso en el animado barrio de Hamra, corazón del Beirut oeste. El veterano periodista barcelonés llegó por primera vez en 1970 a la ciudad para seguir sintiéndola y escribiéndola a día de hoy a sus 81 años.

En los dominios terrenales del Partido de Dios

Y, en medio de tanta fragilidad, la fortaleza de Hezbolá, el movimiento chiita apoyado por Irán que nació en plena invasión israelí en 1983 y se forjó en el odio de la “entidad sionista”. Todo un Estado dentro del Estado. Camino de las ruinas de Baalbek atravesamos el apacible valle de la Becá y sus viñedos. Acabamos de dejar atrás el Chateau Ksara, donde se hacen unos estupendos vinos, cuando, de repente, nos encontramos inmersos en territorio Hezbolá.

El Ejército libanés, quizás la última institución con prestigio y respetada por todos –o casi- en este país, controla la ruta hacia esta zona de mayoría chiita cercana a la frontera con Siria, pero el poder lo tienen aquí los hombres de Hassan Nasrallah. Su rostro, como el del ayatolá Alí Jomenei y el de otros mártires caídos en las guerras contra Israel y las organizaciones yihadistas sunitas, con Al Qaeda y Daesh a la cabeza, decoran las carretera en forma de amenazantes pancartas.

En tres cuartos de hora hemos pasado de ver a jóvenes libanesas haciendo jogging en pantalón corto antes del desayuno al reino de las tinieblas del Partido de Dios. Las banderolas negras instaladas en la víspera de la Ashura –fiesta más importante del chiismo- en recuerdo del martirio del imán Hussein hacen el camino más tétrico y lúgubre aún. Ese mismo ambiente reina en el sur, donde a medida que nos acercamos a la frontera con Israel –campamentos palestinos, vehículos con las iniciales de Naciones Unidas y milicianos de Hezbolá se cruzan en estrechas rutas entre plataneros y almendros- la tensión aumenta.

En Baalbek, el espectacular templo de Baco de la antigua Heliópolis preside imponente esta zona netamente halal. Para poder entrar en una de las bellas mezquitas chiitas de inspiración iraní camino de Baalbek a la ciudad de Anjar, isla de vecinos armenios en los confines con Siria, nos da el alto un miliciano de Hezbolá, que revisa con atención la mochila portando un fusil. “Ha habido muchos atentados de Estado Islámico y no se fían”, nos dice el taxista.

Sorprende el apoyo de una parte de los libaneses a Hezbolá y a la República Islámica de Irán. Recientemente en un artículo el investigador local Michael Young subrayaba, con todo, lo poco seductor del proyecto iraní para el pueblo –chiita- libanés: “Si muchos libaneses comparten la hostilidad de Hezbolá hacia Israel, no quieren necesariamente estar en primera línea en esta batalla ni tienen ya interés en romper sus vínculos con Occidente”.

Impresiona en un país del tamaño de la provincia de Barcelona –algo más de 10.400 kilómetros cuadrados- tanta diversidad étnico-religiosa. Presidente cristiano maronita, primer ministro sunita y presidente del Parlamento chiita, dice un acuerdo no escrito que data de la independencia, en 1943. “Aquí lo importante es defender a los tuyos, aunque no tengan razón”, nos confiesa un taxista chiita. Pero ¿acaso es el Líbano un país? Con el único pegamento de la bandera del cedro –árbol que apenas puede verse ya en las alturas del valle del Qadisha, orgulloso feudo maronita del país, un icono, una cruz, una efigie de la Virgen en cada curva de la carretera- y el Ejército, el Líbano es un país bella y dignamente en descomposición.

La Primavera Árabe, que derivó en una larga contienda en la vecina Siria, pasó de largo de esta franja costera del Mediterráneo oriental. No así más de un millón y medio de sirios desesperados que aguardan no se sabe qué en campos de refugiados dispersos por distintos puntos del país. Lejos de despertar simpatía, los sirios, como los palestinos, caen en general mal, y a menudo son acusados de aprovecharse de los pocos recursos del Estado y de la ayuda internacional.

La prometedora revolución juvenil y aconfesional –ingenua, en un país hendido por las brechas sectarias- de los años 2019 y 2020 se desinfló a raíz de la apocalíptica explosión del puerto de Beirut. Dos años, 224 muertos y más de 7.000 heridos después, la tragedia –que sigue sin tener responsables- ha sido la puntilla de la exasperación de los libaneses.

Los beirutíes no reparan ya en los omnipresentes escombros y basura. El calor pegajoso del verano en la capital libanesa incrementa la sensación de asfixia. No hay esperanza. “Pero por mucho que quieran irse todos, más de siete millones de personas van a seguir aquí haciendo sus vidas a pesar de todo. No les queda otra”, zanja Alcoverro, casi imperceptible su voz por el sonido de los cláxones y el gentío de Hamra. Sin saber hacia dónde, aunque nadie aguarda nada bueno, el Líbano sigue adelante. Parafraseando al periodista, “todo aquí está aún por decirse”.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios