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El hombre que siempre se colaba en las fiestas

Leonard Cohen.

Leonard Cohen.

Si Leonard Cohen te pilla con 16 años, y si encima lo hace cuando sufres porque una novia te ha dejado, su escucha puede ser una experiencia aplastante, pero también definitiva. Es lo que a mí me ocurrió. Recuerdo haber escuchado muchas veces el I’m your man, sufriendo y disfrutando por sufrir, en esa espiral masoquista tan propia de la juventud y que la distancia del resabio acaba convirtiendo en una caricatura. Criticado por algunos por sus ecos de pop sintético, creo sin embargo que I’m your man es un gran disco. Contiene hermosas canciones pero sobre todo supone una inflexión en la carrera de Cohen: el momento en que por fin consigue despegarse del influjo abrasivo de Dylan para volar solo, libre, a su aire.

Cohen cantaba mucho mejor que Dylan. Su voz áspera y rugosa, a la vez que elegante, adquiría aires de verdadero crooner en aquel álbum. En cuanto a las letras, siempre agradecí su gusto por la claridad y la precisión, sin renunciar a imágenes conmovedoras y de gran plasticidad, pero sin ahondar en lo churrigueresco. En todo caso, nunca llegó donde Dylan, siempre se quedó con el segundo puesto: cuando todos seguíamos celebrando su obtención del Príncipe de Asturias de las Letras en 2011, hace apenas un mes, Zimmerman se emperraba una vez más en ganarle el pulso, haciéndose con el Nobel de Literatura. Pero eso a Cohen no le importaba. Diría más: lo de llegar tarde o no ganar formaba parte de su propia poética, que es la poética de la derrota y los perdedores. Sólo desde esa pose es posible rematar su felicitación a Dylan por el Nobel con un verdadero haiku como el que él le dedicó: "Conceder el Nobel a Dylan es como ponerle una medalla al Everest", dijo.

Me pregunto por qué Cohen llegó siempre tarde, por qué nunca ganó. Y no es ninguna tontería pensar que tuviera que ver con su origen canadiense, que en Estados Unidos siempre lo relegó a una posición discutible, de advenedizo. Desde esa segunda fila, Cohen dio rienda suelta a su universo, siempre íntimo y doloroso, siempre afilado e incongruentemente cálido, a pesar del frío que decora sus paisajes. De este modo se coló en todas las fiestas, como una suerte de flaneur, con acceso a los postres, que transformó en manjares. Así, arrancó a Joplin una noche de amor en el Hotel Chelsea, aprovechando el desconsuelo porque la cantante no encontraba –dice la leyenda– a Kristofferson, su objetivo inicial. De ello salió Chelsea Hotel, un verdadero clásico, una obra maestra, con una letra donde siempre se respira el desconsuelo. El desconsuelo sería, definitivamente, el motivo principal de la obra de Cohen, un desconsuelo, como todo él, elegante, quedamente amargo. Algo así como Rick/Bogart renunciando a Ilsa/Bergman en Casablanca. Las mejores letras de Cohen abundan en dicho desconsuelo. A pesar de los años de escucha, sigue resultándome difícil no emocionarme al escuchar Famous Blue Raincoat, para mí, probablemente, su cima, que es también una cima de la música del desconsuelo.

En su discurso de entrega del Príncipe de Asturias, Cohen hacía gala de su condición de impropio, de alguien que se ha colado en una fiesta. "La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista –dijo–. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo". Y remató: "Si supiera de dónde vienen las buenas canciones, me iría allí más a menudo".

Viendo su obra, está claro que en sus palabras, incluso para alguien tan descreído de sí mismo como él, había mucho de pose. En los últimos años, después de la superación de sus problemas financieros, y conviviendo a su manera con sus desequilibrios espirituales, Cohen había ido ganando cada vez más prestigio. Pero en cierto modo él había asumido este prestigio como una impostura. Es razonable pensar que se sentía más cómodo así. Porque a él lo que le gustaba, sobre todo, era vivir en sus canciones.

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