Granada ha sido la única provincia andaluza que ha sufrido un cierre completo de bares y comercios en la segunda ola.

Granada ha sido la única provincia andaluza que ha sufrido un cierre completo de bares y comercios en la segunda ola.

Nos molestamos cuando los alemanes y nórdicos nos miran por encima del hombro, nos preguntan por nuestro sector productivo y se tocan el bolsillo alarmados por que en España se vive demasiado bien. Que es "un país de camareros", como vimos con el boom del ladrillo que también lo éramos de albañiles, y que dependemos demasiado del papá Estado. Que nosotros nos desmadramos alimentando una vida de excesos y que, al final, ellos pagan la fiesta.

Las sobremesas interminables que tanto nos gusta unir a las cenas en Navidad, esas que esta semana han puesto en pie de guerra a los hosteleros en toda Andalucía, tal vez sean el símbolo de lo contradictorio del debate: porque podemos verlo como un síntoma de nuestra enfermedad o una evidencia de que no hay indicadores compartidos que puedan medir globalmente qué es la felicidad. Finlandeses y daneses han escalado este año de pandemia al top mundial tras evaluarse factores como el clima, las temperaturas, la contaminación, el entorno urbano o la desigualdad social. ¿Allí no hay crisis con los bares? ¿Ni siquiera hay que cerrarlos?

Son brochazos simplistas y rebatibles pero hay un fondo poco cuestionable detrás de los tópicos y los prejuicios: el peso del sector servicios en nuestra economía es casi suicida. Y lo estamos comprobando con la crisis sanitaria porque en la hostelería y la restauración acaban confluyendo todas las vertientes de las restricciones a las que nos está obligando el Covid. De la prohibición de movernos con el cierre perimetral de nuestras ciudades a la tesis comprobada de que más libertad y contactos sociales son sinónimo de más camas ocupadas en los hospitales.

El problema de los bares no es (sólo) la limitación de horarios; lo que le ocurre a una gran mayoría es que nos faltan los turistas: los del pueblo de al lado, los de las comunidades vecinas y, sobre todo, los extranjeros.

Granada es un ejemplo de libro. No estaremos en el top oficial de la felicidad pero sí en el de número de bares por habitante. Y la Junta empezó en nuestra provincia de la peor manera posible su plan de choque contra el Covid cuando se desató la segunda ola. ¿Ya nos hemos olvidado de aquel Consejo de Gobierno de octubre en que decidieron cerrar la Universidad y dejar abiertos los bares? Porque la consecuencia de aquella cesión a las insistentes presiones del sector (esa misma mañana el vicepresidente Marín se pronunciaba justo al contrario sin calibrar el efecto que tendrían las llamadas a San Telmo) las hemos sufrido con los inasumibles números de muertos y hospitalizados que terminaron situándonos como uno de los foco negros del Covid en toda Europa. No hay una causa-efecto pero todo influye. No se trata de "criminalizar" a los bares sino de asumir que nuestra vida en los bares es señal inequívoca de normalidad, de felicidad. El problema somos nosotros cuando nos olvidamos de que seguimos estando en pandemia delante de una cerveza o de unas cuantas.

Y lo hemos comprobado ahora cuando, después de casi dos meses prácticamente confinados y la aplicación de las medidas más duras de toda la comunidad, llegamos a Navidad con la crisis sanitaria a raya. Nada tienen que ver, por ejemplo, los indicadores de esta semana tras el puente de diciembre con la escalada que sucedió al de octubre cuando nos invadieron madrileños y valencianos. Cuando parecía que en Granada se había derrotado al virus.

El presidente de la Junta comunicó este jueves el plan de desescalada para Navidad: dos fases que permitan ir evaluando el efecto de la relajación de las medidas, con apertura progresiva de la movilidad entre municipios, provincias y comunidades, con la simbólica apertura de Sierra Nevada y con un balón de oxígeno al comercio y a la hostelería.

No es suficiente... Nunca es suficiente y nunca para todos. La Junta ha accedido a ampliar horarios para que se puedan completar los almuerzos con las cenas pero ahora el problema es que se mantiene el cierre de 6 a 8. Volverán las manifestaciones y las caceroladas (completamente legítimo pero siempre que asumamos que no hay margen para "rescatar" a todos y con ayudas directas como se está reclamando) pero llama la atención que en el Parlamento se una toda la izquierda (con Susana Díaz a la cabeza) con el discurso de Vox culpando al PP de "criminalizar" al sector y tildando las medidas de "improvisadas" y "contraproducentes". Que son "un disparate".

Volvemos a los brochazos pero también a la política más oportunista y demagógica: que es un "sinsentido" que se pueda ir de tiendas pero no a merendar con los niños... El sinsentido es el Covid y, lamentablemente, nos tocan unas Navidades en las que no hay más diferencia con marzo que saber que en enero llegarán las vacunas y confiar en que realmente sean seguras y efectivas.

Este viernes, en la entrega de los Premios Galatino en Granada, el presidente de la Confederación de Hostelería de España se mostraba perplejo por la decisión de cerrar de seis a ocho, decía que le sonaba a "creatividad de algún alumbrado" y lamentaba que se haya "demonizado" al sector con "medidas arbitrarias".

En Madrid hay horario ininterrumpido en la restauración y tal vez sea una opción evaluable para Andalucía cuando se analicen los datos tras la primera fase de desescalada de Navidad. Pero no encendamos las calles. No hay planes perfectos. No hay medidas que puedan responder a todos los intereses y a todos los colectivos. No cuando la virulencia del Covid sigue intacta y el precio de los errores los pagamos con muertos. Y no tiene que venir Angela Merkel a darnos (más) lecciones diciendo compungida que es "inaceptable". Hace meses que lo sabemos.

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