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La trampa de las expectativas

  • Gestionar bien lo que esperamos de nosotros mismos y de los demás es una habilidad personal y profesional muy útil para desempeñar el liderazgo y también para vivir mejor

La trampa de  las expectativas

La trampa de las expectativas

El preciado equilibrio en el que nos gusta vivir se desestabiliza cuando se rompen nuestras expectativas. Si se rompen para bien, esto es, nos gusta lo que no esperábamos de nosotros mismos o de los demás, el resultado es agradable. El problema llega cuando se rompen para mal, porque el resultado es el sufrimiento. Sufrir es el coste emocional de no recibir o no dar lo que esperábamos. La paradoja, o como diría un profesor mío al que admiro y recuerdo cada día, la parajoda está en darnos cuenta de que ese sufrimiento nos lo provocamos nosotros mismos al crearnos expectativas, muchas veces sin darnos cuenta.

La primera conclusión lógica sería: mejor no crearnos expectativas. Parece una buena solución que además confirma el sabio refranero español en la conocida afirmación "para evitar decepciones lo mejor es no esperar nada de nadie". No sé ustedes, pero eso a mí me resulta imposible. Así que no esperar nada de nadie, ni de nosotros mismos, no puede ser la estrategia para evitar perder el preciado equilibrio de nuestras vidas. Y entonces, ¿qué podemos hacer?

La íntima relación entre expectativa y juicio

Piensen un momento si estas frases que van a leer son informativas o juicios. "Esta primavera está haciendo frío", ¿información o juicio? "Nuestro recordado actor Antonio Ozores hablaba rápido", ¿juicio? ¿Información? "Y el no menos conocido también actor Tom Cruise es bajo". ¿Estoy informando o compartiendo juicios?

Si han opinado que alguna de las tres frases era informativa, se equivocan. He hecho tres juicios en función de mi opinión personal y mi experiencia sobre cuándo siento frío, cuándo percibo que una persona habla rápido o es alta. Como diría Jarabe de Palo, depende.

Las frases informativas de los tres ejemplos de juicio que hemos compartido serían: la media de temperaturas de esta primavera está siendo de equis grados; Antonio Ozores era capaz de hablar a razón de equis palabras por minuto; y Tom Cruise mide 1,70 cm -eso dice Google-. Los juicios son conclusiones subjetivas de esa información y dependen del contexto en el que las diga, de mis experiencias previas, de mis opiniones, de mis creencias… ¿Se imaginan medir 1,70 en la tierra de los pigmeos del África occidental? Allí Tom Cruise sería enorme.

Los juicios son inevitables. Los necesitamos para interpretar la realidad que vivimos y para comunicarnos. Por tanto, lo útil no es querer evitarlos, sino tomar conciencia de que los hacemos y de que son los que nos generan las expectativas.

Y estos juicios que hacemos casi sin darnos cuenta con las informaciones más triviales, los elevamos a la categoría de arte cuando hablamos de conceptos más complejos o en las relaciones interpersonales. Vemos una conducta en los demás y, con el mismo filtro de nuestras experiencias previas o de nuestras opiniones y creencias, le damos significado a esa conducta, emitiendo a la velocidad de la luz un juicio.

Alguien llega tarde recurrentemente cuando queda con nosotros y por dentro llegamos a pensar cosas como "no me considera importante", "no le interesa lo que le ofrezco", o peor, "es un o una irresponsable" o "no se puede confiar en él o ella". Otro ejemplo: les ocurre algo grave en sus vidas, sienten que necesitan apoyo de los demás y esa persona a la que consideran su mejor amigo o amiga no aparece, ¿qué terminarían pensando? Quizás que ustedes sí les hubieran llamado o apoyado.

El proceso de la decepción

Simulemos una decepción de forma teórica. Imaginen un elemento, al que llamaremos A, que espera que otro elemento, llamémosle B, haga o diga algo, pero no lo hace. A se decepciona y culpa consciente o inconscientemente a B, porque en su opinión tenía que haber dicho o hecho lo que A esperaba. Total que A le retira la palabra a B y además habla con C de lo mal que lo ha hecho B. Imaginen ahora que A queda esa tarde con D y E y comparte con ellos cómo B no ha dicho o hecho lo que A esperaba.

Y mientras tanto B está ajeno, porque muchas veces se da la parajoda de que B no se entera de lo que A esperaba. Y claro, ahí están C, D, E y todo el abecedario para contarles la versión, sus respectivas versiones, otra vez llenas de juicios.

Pero la verdadera raíz de la situación es que A esperaba algo que B no le dio. B no cayó en ese momento o no era capaz de darle a A lo que esperaba. Quizás hasta lo intuía, pero no pudo o no supo hacerlo. Todo el mundo tiene un mal día. ¿Aceptamos las limitaciones de los demás? ¿Y las nuestras?

Comprender y aceptar

Volvamos a la pregunta del inicio: ¿qué podemos hacer para evitar las decepciones? Y la respuesta es simple: nada. Nos vamos a decepcionar. Lo que sí podemos hacer es reducir el coste emocional en dos pasos: comprender y aceptar.

Para comprender lo primero es tomar conciencia de que eso que esperábamos de los demás o de nosotros mismos es un juicio nuestro y como tal podemos cambiarlo y que los demás pueden tener otros.

Después se trata de separar las conductas de las personas e identificar en qué cualidad concreta no reaccionaron o reaccionamos como nos hubiera gustado, para poder sugerir o sugerirnos un cambio útil, sin medidas drásticas.

Una vez que comprendemos que lo hicieron o lo hicimos lo mejor que supimos hacerlo, con los recursos que tenían o teníamos en ese momento, y que además podemos pedir un cambio o proponérnoslo, la aceptación empieza a llegar.

Y la aceptación no es resignación. Resignarse es abandonarse al sufrimiento que nos provocan las decepciones, como cuando nos dejamos arrastrar por la corriente sin hacer nada para evitarlo. Aceptar implica actuar, y usar todo lo que nos pasa para avanzar y seguir creciendo como personas. Esa es la estrategia.

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