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Cómo educar a niños y niñas en inteligencia emocional

  • La inteligencia emocional es ya la competencia humana más demandada, mucho más para los futuros profesionales que están aún en la escuela, y cuanto antes empiecen a entrenarla mejor

Cómo educar a niños y niñas en inteligencia emocional

Cómo educar a niños y niñas en inteligencia emocional

Aprender a gestionar la frustración o el enfado. Saber aceptar la tristeza y la pérdida que la acompaña. Afrontar el miedo de forma constructiva. Modular de forma adecuada la emoción del asco o rechazo. Saber expresar lo que se siente e identificar lo que sienten los demás. Estos son algunos de los beneficios de tomar conciencia y entrenar nuestra inteligencia emocional.

Son habilidades que se vuelven muy efectivas para influir en el éxito vital, sobre todo si empezamos a entrenarlas pronto, antes –si es posible- de que las normas sociales, la educación familiar y las experiencias vayan creando capas que nos impidan mirar en nuestro interior con nitidez. Por eso, atender la inteligencia emocional de las niñas y los niños es primordial. En casa y en la escuela.

La inteligencia es mucho más que intelectual

La palabra inteligencia está construida a partir de dos vocablos latinos: intus y legere. Traducido literalmente sería “leer dentro”. Esto resulta ser la esencia misma de la inteligencia emocional: saber leer el mensaje que emana desde nuestro interior mediante las emociones que procesamos con todo nuestro cuerpo y nuestra mente.

Sin embargo, a lo largo de la historia, la palabra inteligencia se ha asociado casi exclusivamente a su parte más intelectual, refiriéndose sobre todo a los elementos más cognitivos de este complejo proceso como son el razonamiento, la destreza lógico-matemática, la capacidad verbal o la memoria, entre otros.

Desde Platón, la razón es la hermana buena y exitosa, y la emoción es la díscola hermana que empaña y hace perderse por los caminos del mal a la razón. Son muchos siglos de atención casi exclusiva a nuestra parte más intelectual para medirnos el rasero mutuamente.

A todo esto hay que sumarle otros determinismos sociales que moldean desde muy temprano nuestra forma de ver la realidad y de vernos a nosotros mismos. Pueden ser ideologías religiosas, costumbres culturales de nación o de raza, tradiciones populares, o determinismos de género, que los hay.

De hecho, y aunque afortunadamente las diferencias en la percepción emocional de hombres y mujeres se están diluyendo, en general las féminas hemos tenido mucho mayor permiso social para mostrar nuestras emociones, a costa –esto sí– de considerarnos más vulnerables. Craso error. Muchos investigadores encuentran aquí la razón de esa falsa creencia popular sobre la mayor predisposición genética de las mujeres en cuanto a la inteligencia emocional.

Como postula el planteamiento de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, no hay personas más listas que otras, todas tenemos todas las inteligencias en mayor o menor medida, por tanto el objetivo es ser capaces de aprovechar las inteligencias predominantes en beneficio de las menos favorecidas para asegurar el desarrollo equilibrado de todas. Repetimos: de todas. Y Gardner identificó nueve.

Cuanto antes mejor

La inteligencia emocional es innata, y no distingue raza, sexo o ideología. Las emociones básicas son universales y han garantizado la supervivencia de nuestra especie que –dicen- es inteligente. ¿Somos inteligentes porque sabemos leer en nuestro interior? Paradójicamente eso es justo lo que vamos perdiendo a medida que acumulamos educación, normas sociales y experiencias.

Así que, antes de que nuestros niños y niñas se envuelvan en esas capas educacionales -lo que nos da pocos años-, es importante hacerles conscientes de lo que sienten y que aprendan a identificarlo y expresarlo de forma certera y constructiva. Y por supuesto, facilitarles también herramientas para gestionar lo que sienten y para identificar lo que sienten los demás.

Cómo podemos empezar

Lo más básico es aprender a escucharles y evitar imponerles nuestras formas de pensar o de entender lo que les pasa. No es fácil, claro que no, porque nosotros lo tenemos clarísimo cuando algo no les conviene, y nos obsesionamos en conducirles por el camino o la conducta que creemos correcta, con la mejor de las intenciones sin duda. Lo que pasa es que haciéndolo, les podemos impedir llegar a sus propias conclusiones y por tanto, ralentizamos su aprendizaje emocional.

Por tanto, nuestro primer objetivo es que se sientan escuchados. Para eso la función fática del lenguaje será nuestra mayor aliada. Asentir mirando a los ojos, repetir algunas de las palabras que ellos dicen o ponernos a su altura prolongará el canal de comunicación con ellos, y nos dará tiempo para evitar empezar por decirles el consejo o la recomendación de turno que seguro que se nos ha ocurrido.

Si un niño o una niña nos dice que está triste, tiene sueño o está cansada, por muy claro que tengamos que es otra cosa, no se lo neguemos. Confirmar lo que sienten les da a ellos seguridad para seguir expresándose, y a nosotros la oportunidad de preguntarles cómo, dónde y por qué lo sienten. Escuchemos su forma de aprender.

Usemos los silencios. Son espacios de reflexión necesarios que a menudo no toleramos bien. Démosles tiempo –su tiempo-, para conectar sensaciones y aprender.

Y aunque no nos pregunten, pero sobre todo si nos preguntan, expliquémosles bien lo que nosotros sentimos. Puede que lleguemos del trabajo enfadados, ellos nos vean enfadados, entonces preguntan si lo estamos, y a veces decimos: no estoy enfadado cariño, ya estoy feliz. Mejor sería decirles: vengo un poco enfadado, pero en un momento se me pasa porque ya estoy contigo y eso me hace feliz.

No es fácil, lo sé. Pero tampoco es lo más complicado. Lo más difícil suele ser empezar por nosotros mismos, y desarrollar nuestra propia inteligencia emocional para que todo lo anterior nos salga, más o menos, de forma natural.

Los adultos somos los espejos en los que las niñas y los niños se miran. Ya seamos padres, madres, abuelos, tíos, hermanos o docentes, por ejemplo, los niños nos van a copiar. Y esa justamente puede ser nuestra mayor fortaleza y también nuestra mayor debilidad.

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