Arqueología subacuática

Empire Warrior. El rastro de una guerra que también se libró en Huelva

  • En la desembocadura del Guadiana, a cuatro millas de la costa, descansan los deteriorados restos de uno de los buques hundidos por los nazis en el litoral onubense

El Empire Warrior era un mercante de 75 metros de eslora y 11 de manga.

El Empire Warrior era un mercante de 75 metros de eslora y 11 de manga.

El Rey Gerión bailaba a merced del oleaje. No era un baile intenso esta vez, sino más bien sinuoso. Claudio examinaba el material por enésima vez. Estaba todo en orden, justo como estuvo la última vez que lo comprobó hace algo menos de quince minutos. Tenía que salir todo perfecto porque detrás había mucho trabajo. Meses de investigación, recopilando documentos y testimonios, leyendo (casi podría recitar de memoria el libro de Ramírez Copeiro), comparando versiones, hablando con gente de la zona, probando el equipo fuera y dentro del terreno, analizando resultados, buscando la ocasión idónea para sumergirse. Y era esa. Precisamente esa. Era el momento.

Nervioso, recorrió una vez más el catamarán, que seguía meciéndose suavemente. Juan Antonio, que ya estaba preparado, movía la cabeza, mirándolo de arriba a abajo:

-¿Vamos, o qué?

-¡Bah! Venga, vamos allá.

Y se lanzó al agua.

La desembocadura del Guadiana no es el mejor sitio del mundo para bucear. El estado del propio río, las mareas y la corriente pueden hacer muy difícil la visibilidad, pero aquel día de julio todo fue bien. Un banco de doradas brillaba a la luz de los focos. Se movían, agitadas, de un lado a otro ante la presencia de los dos buceadores. Según la cartografía que habían desarrollado y la información que habían obtenido de pescadores, marineros y submarinistas locales, el pecio debía estar justo debajo de ellos, clavado en el fondo a unas diez brazas de profundidad. El agua se movía y burbujeaba aún por la inmersión, pero pasados unos minutos todo se despejó. Ahí estaba. Claudio dibujó una sonrisa de satisfacción. Todos los planos, todos los libros, las noches sin sueño… El tiempo empleado estaba allí. Desde arriba, se asomaba una enorme silueta de setenta y cinco metros de largo. Setenta y cinco metros de hierro e historia que lo esperaban unas brazas más abajo.

Imagen de sónar del Empire Warrior. Imagen de sónar del Empire Warrior.

Imagen de sónar del Empire Warrior.

Ya sabían que el estado del pecio, hundido a cuatro millas de la costa, entre Vila Real y Ayamonte, no era muy bueno, pero aquella mañana de julio comprobaron hasta qué punto era cierto. Nunca se había realizado antes un estudio en profundidad del Empire Warrior. Nunca se había investigado ni documentado científicamente, pero el trabajo del arqueólogo Claudio Lozano Guerra-Librero y del geólogo Juan Antonio Morales, junto con el matemático Sixto Romero, iba más allá: acababan de confirmar que el método que habían desarrollado funcionaba. Desde ese día sería posible realizar prospecciones arqueológicas subacuáticas sin necesidad de sumergirse. Un sónar de barrido lateral y un sistema matemático de modelado de imagen bastarían, y aquella inmersión lo validaba definitivamente. Ahora tenían un mapa del pecio y sabían dónde se encontrarían los restos estructurales de mayor tamaño (los restos del casco, la caldera y el quemador) y cuál sería el perímetro donde hallarían el resto de fragmentos dispersos.

El estado del pecio se encuentra muy alterado por la presencia de redes de pesca. El estado del pecio se encuentra muy alterado por la presencia de redes de pesca.

El estado del pecio se encuentra muy alterado por la presencia de redes de pesca. / Nuno Monteiro

Desde el punto de vista científico Claudio no podía sentirse más satisfecho, pero la inspección desde cerca también le dejó una sensación de abandono que le entristeció a pesar del éxito que suponía para el proyecto que le había llevado tantos años de estudio. El estado del conservación del Empire Warrior era aún peor de lo que sospechaban. Los daños producidos antes y durante el hundimiento y el paso del tiempo habían provocado que la estructura del buque colapsara. Sólo la caldera permanecía en su sitio. El resto se había desprendido. Pero eso ya lo sabían. Lo que no esperaban, o al menos no hasta tal punto, era que el pecio fuera un amasijo de restos envuelto en plásticos y redes de pesca. Contaminado. Expoliado sistemáticamente durante años solo para extraer chatarra, saqueado por cazadores de tesoros e incluso dinamitado en busca de una pesca rápida. Con todo, ahí seguía dibujada, sobre el lecho marino, su imponente figura.

Entonces la imaginó alzándose, majestuosa, como se levantaría un gigante malherido. Vio cómo iba reconstruyéndose mientras se elevaba rompiendo el fangoso suelo. Primero el casco metálico, luego los mamparos, después las piezas de artillería, el puente y, al fin, la chimenea, de la que empezaba a salir el vapor gris de la caldera. Cada pieza iba colocándose en su sitio mientras el Empire Warrior se desprendía de mugre y redes y emergía despacio, metro a metro hasta alcanzar la superficie, justo donde y como había estado casi 70 años antes.

El Empire Warrior en su botadura como 'Elbe' en 1931. El Empire Warrior en su botadura como 'Elbe' en 1931.

El Empire Warrior en su botadura como 'Elbe' en 1931.

Aquella noche debió hacer frío, y eso que el verano andaba llamando a la puerta. Un oleaje leve pero constante agitaba el tránsito de la tripulación en cubierta. Habían fondeado pasada la medianoche, de modo que llevaban casi cinco horas aguardando la llegada del práctico para iniciar la navegación río arriba y alcanzar su destino, el puerto de Pomaraô. Desde donde estaban, a unas cuatro millas de la costa, podía adivinarse el trazo oscuro de la barra que servía de puente entre el Guadiana y el océano. En cuanto se hiciera de día, esperaban, remontarían el río y podrían pisar tierra firme. Blanchard oteaba el horizonte mientras el resto dormía o se encargaba de sus propios asuntos. Se frotó las manos para calentarse y sacó un cigarrillo del bolsillo. Iba a encendérselo cuando los vio. Desde levante se divisaban las siluetas de tres aviones, y eran grandes. “Portugueses o españoles”, pensó sin darle demasiada importancia, y prendió el mechero sin dejar de mirarlos. Portugueses o españoles, sí, pero seguía con la mosca detrás de la oreja. Llamó a Crawford, el artillero, y este al capitán Maber, que se asomó con el ceño fruncido:

-Son ellos -dijo, seco-. Prepare a los suyos, Crawford.

Harry Everett Maber los conocía muy bien. Se había librado por los pelos unos cuantos meses antes, a unas 300 millas al oeste de Gibraltar, cuando regresaba al puerto inglés de Goole con un cargamento de piritas del mismo Pomaraô. Aunque el Empire Warrior sufrió algunos daños en el timón y el eje de cola, lograron esquivar aquel ataque. La suerte, dudaba, no sonreía a nadie dos veces en tan corto plazo.

Los Focke-Wulf Fw 200 Cóndor llevaban un año amargando la vida a la flota aliada. El escuadrón I/KG 40, el nuevo grupo de la Luftwaffe alemana, tenía su base en Bordeux-Merignac, en Francia, y estaba formado por 21 bombarderos de casi 33 metros de envergadura y muy bien armados. Sobrevolaban continuamente el Atlántico en busca de buques como el suyo. Mercantes solitarios en misiones de transporte. Su objetivo era que nunca llegaran a puerto. Y vaya si eran eficaces. En 1940, el año antes, había hundido 192 barcos aliados, y este año casi duplicarían la cifra. Maber no tenía la más mínima intención de formar parte de la macabra estadística, así que se puso manos a la obra para repeler el inminente ataque. Ordenó armar a toda prisa la artillería antiaérea, que para ser un mercante no estaba mal equipada: un cañón, dos ametralladoras Hotchkiss, dos  Lewis y dos lanzacohetes. Pero aquellos pájaros corrían como el mismísimo demonio.

Aún se conservan bajo el mar algunas piezas de artillería del buque. Aún se conservan bajo el mar algunas piezas de artillería del buque.

Aún se conservan bajo el mar algunas piezas de artillería del buque. / Armando Ribeiro

La sesión de fuego comenzó a las 5:14 de la madrugada. El primer Cóndor barrió el buque lanzando metralla de proa a popa. Luego lanzó una bomba que terminó explotando en el mar, levantando una enorme columna de agua que arrojó al suelo a la tripulación. El segundo siguió ametrallando el casco, pero esta vez el ataque fue contrarrestado con el fuego de los artilleros. Las dos Hotchkiss y la Lewis dispararon sin tregua al Cóndor y una bala del cañón logró impactar en uno de los motores del avión, que tuvo tiempo de lanzar una segunda bomba que, esta vez sí, impactó en el costado de estribor. El tercero ni siquiera sacó las ametralladoras. Solo dejó caer una tercera bomba que sería definitiva. Con las mismas, los tres Cóndor se fueron por donde habían venido.

Con varias vías de agua y algunas conducciones de vapor destrozadas, el Empire Warrior estaba herido de muerte, aunque Maber, que conocía muy bien su barco, no lo dio por perdido y lanzó aviso a la flota británica en Gibraltar, aunque no obtuvo respuesta. La perspectiva no era nada buena: la sala de máquinas comenzó a inundarse y el buque empezaba a escorarse a babor. Consciente de la situación, el capitán ordenó desalojar el barco y arriar los botes, que fueron remolcados hasta la costa por un pesquero portugués que había oído las señales de emergencia. El buque se hundió en torno a las 9 y diez de la mañana. Por suerte, ninguno de sus 25 tripulantes se dejó la vida en el combate.

A pesar de que España fue supuestamente neutral durante la II Guerra Mundial, el ataque al Empire Warrior no fue el único que se produjo cerca de la costa onubense. El bando nazi realizó varias “operaciones quirúrgicas”, explica Claudio Lozano, para hundir mercantes que, fundamentalmente, transportaban minerales desde la provincia hasta el Reino Unido. Una escuadra de buceadores italianos se encargaba de informar al espionaje del Reich de cada buque y cada carga.

El objetivo era desabastecer al bando aliado, y Huelva era estratégica por su minería. Jesús Ramírez Copeiro, en su obra Espías y neutrales: Huelva en la II Guerra Mundial, ha documentado al menos otros dos de aquellos ataques. Los mercantes Barón Newlands y Sarastone fueron bombardeados y hundidos en la ría de Huelva.

El método diseñado por Lozano ha sido útil también para conocer el estado del Sarastone, cuyos restos reposan cerca de Mazagón. En ambos casos, como en casi todos los pecios que ha investigado el historiador y arqueólogo onubense, la conclusión es la misma: pese a tratarse de bienes catalogados como yacimientos, su protección y limpieza son “nulas” por parte de las autoridades.

El proyecto de Claudio Lozano, que le valió su Doctorado, precisamente pretende economizar tanto la investigación como la protección de un patrimonio subacuático que está inventariado pero “totalmente abandonado”, como lo demuestra el hecho de que hace ya diez años que se conoce el estado del Empire Warrior, pero nadie ha quitado ni una sola red. Sus restos siguen retorciéndose por la contaminación y el maltrato. Setenta años de una historia apasionante que se pierden como hierros abandonados en el fondo del mar.

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