La vida a bordo

Cárceles de madera

  • Las condiciones de habitabilidad de los buques de la Carrera de Indias eran agobiantes. El espacio medio por persona era sobre 1,5 metros, conviviendo hasta 100 personas en 150 metros cuadrados

Cárceles de madera

Cárceles de madera

Corría ya mediado el siglo XVI, cuando dos jóvenes grumetes, embarcados a bordo de una nao de la Carrera de Indias, discutieron acaloradamente y ambos acompañaron sus argumentos con sonoros: “por vida de Dios...que habréis de tragaron vuestras palabras”. Semejantes imprecaciones, tomando el nombre de la divinidad en vano, eran consideradas entonces como blasfemias y, al llegar a oídos del capitán, ambos alborotadores fueron condenados a permanecer con los pies en el cepo. Pasadas varias horas, y con el cuerpo entumecido, intentaron que les liberaran pretextando que, en realidad, habían dicho “por vida de diez”, pero como la excusa no sirvió, volvieron a pedir que los soltaran, pues estar en un navío ya era castigo y cárcel bastante. Se trata de una simple anécdota, sacada, eso sí, de los papeles del Archivo General de Indias, pero muestra que aquellas naos de mediados del XVI, que en nada se diferenciaban de las que dirigió Colón, fueron consideradas por muchos como auténticas prisiones de madera.

Las condiciones de habitabilidad de los buques de la Carrera de Indias pueden calificarse como agobiantes. Baste decir que el espacio medio por persona era de alrededor de 1,5 metros, lo que es equivalente a que en una vivienda de 150 metros cuadrados conviviesen durante muchos meses unas 100 personas ¡sin incluir en esto los animales no racionales! Refiriéndonos a estos últimos, algunos, como las gallinas o los cerdos, se llevaban para servir de alimento durante la travesía y otros, simplemente, eran parásitos de todo signo y especie.

Si al hacinamiento unimos el calor de las navegaciones tropicales y la suciedad, que era producto, tanto de las costumbres de la época, como de la falta de agua dulce con la que lavarse, tendremos completo un cuadro que no dudaríamos en pintar como terrible. Algún bromista llegó a decir que los barcos de Su Majestad antes se olían que se veían, lo cual es una buena manera de resumir este particular.

La alimentación a bordo presentaba una paradoja básica. La única fuente segura de conservación de los alimentos era mantenerlos en salazón o deshidratados y para desgracia de todos los viajeros y tripulantes, el agua dulce era un bien siempre escaso que, desde el principio, estaba tasado. De esta manera, mientras las raciones estaban compuestas por pescado salado, tasajo, o pan recocido (el celebre bizcocho, que quedaba duro como una suela de zapato), los líquidos bebibles eran siempre escasos. La sed era pues, uno de los mayores tormentos a que se sometía a los viajeros y tripulantes.

Claro que no todo eran inconvenientes y también quedaban en los viajes momentos para gozar de algunos de los placeres de la vida. La travesía se tornaba especialmente tranquila cuando, una vez pasadas las Canarias, las naos se dejaban llevar por los vientos alisios. La mar solía estar en calma, y con el viento a favor pasaban muchos días sin que fuera necesario cambiar el número de velas que colgaban de las vergas. Entonces había tiempo para las grandes aficiones de la gente de mar: la primera era el juego. Aunque esta actividad estaba teóricamente prohibida, en los barcos de Su Majestad Católica era frecuente perder literalmente hasta la camisa. Dados y naipes eran los instrumentos más frecuentes, aunque algunos caballeros del pasaje prefiriesen el aristocrático ajedrez.  Beber y charlar eran dos diversiones muy usuales. Ahora bien, cuando el vino había sido demasiado y los comentarios versaban sobre vidas privadas, podían llegar a producirse serios altercados.

La lectura se practicaba también en los barcos, aunque se trataba normalmente de una actividad colectiva, donde una persona leía y muchas escuchaban. La gente de mar tenía unos porcentajes de analfabetismo muy altos, por encima del 80%, pero siempre quedaba el recurso de pedirle a un pasajero culto que hiciese el favor de compartir con la tripulación alguna de sus lecturas. Por los datos de la Inquisición de México sabemos que los libros que más éxito alcanzaban eran, ¡como no! los religiosos. Entre ellos estaban  los libros de meditación debidos a la pluma de fray Luis de Granada, así como las historias de los santos y de los papas. Con todo hay que advertir que entre la relación de las diez obras más leídas se encontraban también  novelas de caballerías, e incluso novelas pastoriles.

Los juegos del amor estaban totalmente prohibidos. En las rutas españolas no estaba admitido que los tripulantes llevasen a sus esposas, con lo cual cualquier relación sexual tenía que ser de las secretas. Estas constituían, además de un pecado contra la religión, un delito contra la autoridad. En ese sentido, en las instrucciones que se daban a los generales y almirantes de  las Flotas, se incluían junto a las obligaciones de carácter militar las de salvaguardar la moralidad de las personas bajo su mando. Dicho de manera más clara: entre los cuidados de un buen comandante estaba tanto el mantener a punto las armas, como separar a los amancebados que se descubriesen a bordo. Las pasajeras eran, como es natural el principal objetivo sexual de los tripulantes y no fueron raros los escándalos en este sentido, aunque hay que reconocer que por lo que hacía referencia a las relaciones heterosexuales, todos, desde los propios generales, hasta el último marinero, estaban dispuestos a disimular y no darles a las leyes guardianas de la moral todo su pleno contenido restrictivo.

Y terminaremos con una frase de un viajero que navegó por el Mediterráneo, en barcos que no eran menos incómodos que los del Atlántico: “la vida en la galera, dela Dios a quién la quiera”

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