Un problema sociosanitario

Alzheimer: La trampa de las piezas robadas

  • Los cuidadores son los grandes olvidados e invisibilizados de un sistema que no tiene en cuenta el problema social y personal que lleva tras de sí el diagnóstico de una enfermedad como el Alzheimer

Alzheimer: La trampa de las piezas robadas

Alzheimer: La trampa de las piezas robadas

La enfermedad de Alzheimer es la forma más frecuente de demencia. Según la Clasificación Internacional de las enfermedades de la OMS, se trata de un síndrome debido a una enfermedad del cerebro, generalmente de naturaleza crónica o progresiva, en la que hay déficits de múltiples funciones corticales superiores incluyendo la memoria, el pensamiento, la orientación, la comprensión, el cálculo, la capacidad de aprendizaje, el lenguaje y el juicio. La consciencia no se encuentra alterada y blablabla… El Alzheimer, en realidad, es esto:

Rocío no duerme cuando se queda con ella, pero inexplicablemente su cuerpo sigue funcionando con normalidad. El teléfono suena justo en la hora de su descanso, cuando debería estar echando una cabezada. Ya hay que tener mala pata. La suerte no la acompaña desde hace tiempo. Rocío vive en un martes y trece perpetuo, o así lo siente ella desde que Carmen, su madre, recibió el diagnóstico. Aunque realmente también lo recibió ella.

El Alzheimer es una enfermedad con doble filo. Por un lado saja la vida de quien lo padece y por el otro va cortando en rodajitas finas las de sus cuidadores. Es una rueda que te hace vivir día tras día lo mismo, como en el Día de la Marmota, pero en realidad cada vez es peor. Es sutil y traicionera porque ni siquiera te percatas de los cambios (que siempre llegan y que son cada vez más crueles) hasta que casualmente caes en la cuenta de que hace una semana dormías más, de que a ella ayer se la entendía mejor o de que esta mañana se ha desplomado al suelo sin motivo aparente.

Mira Carmen. Hace 9 años que empezó a “despistarse, con pequeños olvidos y la mente distraída”, cuenta su hija. Nueve años. Y hace dos que está “perdida”, que empezó a no parecerse a ella misma. En los últimos dos meses se despierta continuamente en la noche. Está inquieta. Se mueve. Habla. O grita. Hace un mes salió sola de casa con la suerte de no perderse. Su trayecto es inexorable y no hay quien lo detenga. Tarde más o menos, se haga lo que se haga, el Alzheimer siempre consigue llegar a donde quiere.

La historia es así: “Te empiezas a dar cuenta de que algo falla”, y poco a poco empiezan a pasar cada vez más “cosas raras”. Luego llega la visita al médico y un diagnóstico que, en realidad, lo que hace (además de golpearte bien fuerte en la cabeza) es levantar la bandera de salida a una carrera de aprendizaje continuo. De fases y eventos, de cambios a los que “una se va acostumbrando” hasta que llegan otros. Y así una y otra vez. El Alzheimer es un martillo pilón que continuamente te recuerda que está ahí, que no se ha ido ni se irá. Y un día resulta que tu madre es otra persona aunque siga siendo tu madre. Ya no está Carmen la que todo lo quería a su manera, la del carácter ingobernable. Aquella Carmen se ha ido porque el Alzheimer la ha cambiado por otra, como haría un tétrico trilero: “Ella ya no es ella”, explica su hija con una voz que empieza a temblar en un triste avance de lo que vendrá después. “Tiene sus momentos, y a veces aparece, pero se está apagando como un candil”. Rocío, que ya no puede ocultar las lágrimas, quiere que se sepa que “es muy duro, y se paso mal porque es muy triste ver cómo cada vez depende más de los demás, y por una parte me da pena y por otra rabia”. Y sí, qué demonios, está “enfadada con la vida” aunque lo asuma con resignación y, a veces, con una extraña sensación de culpa por sentirse “atada”, por querer descansar un día y no ir a verla o por “no hacer lo suficiente”. No sabe, claro, que en realidad lo que ella entiende por ‘lo suficiente’ es ‘lo imposible’. Culpable, dice Rocío, treinta segundos antes de asegurar que dentro de un tiempo -ella espera que sea mucho- dejará el trabajo que tanto ama para dedicarse por completo a su madre.

“Existe una problemática muy importante con la figura de los cuidadores”, expone María Jesús Rojas, profesora de Enfermería del Envejecimiento en la Facultad de Enfermería de la Universidad de Huelva: “primero por la invisibilidad del cuidado”, que además de recaer mayoritariamente en las mujeres, “nunca se ha puesto en valor”. Rojas asegura que el problema de las demencias es sanitario, por supuesto, pero también social. El cuidador, la cuidadora, debe trabajar en un doble sentido. De un lado, cuidar al paciente; del otro, cuidarse a sí misma, porque “si no está bien y claudica no podrá cuidar al paciente”. Por eso, asegura, debe ser una “responsabilidad social” impedir que tengan una sobrecarga que terminen por no poder manejar.

Una enfermedad como el Alzheimer debería tratarse desde un “doble enfoque” porque también se trata de “una patología social”. Detrás de la enfermedad, dice Rojas, “no solo hay un paciente que va perdiendo poco a poco sus recuerdos”, sino “un declive personal y económico tremendo” de los cuidadores, que “terminan olvidándose de ellos mismos”. Pierden su empleo. Pierden a sus amigos y todas sus relaciones sociales. Lo van perdiendo todo. Si la vida fuera un gran puzzle (no lo es aunque a veces lo parezca), el Alzheimer sería un jugador travieso y tramposo que poco a poco va escondiendo las piezas hasta que resulta imposible recomponerlo. Lo mismo le roba los recuerdos al enfermo que le quita su esencia a quien lo cuida. Y cuando todo acaba, cuando el padre, la madre o el hermano fallece, llega el momento de que el cuidador (la cuidadora) se incorpore a su vida normal y se encuentren con “unos obstáculos enormes” como consecuencia del aislamiento en el que han vivido tanto tiempo. ¿Cómo encuentran ahora trabajo? ¿Cómo recuperan sus amistades? ¿Cómo asumen que ya no tendrán que estar las 24 horas del día pendientes de ellos? “No se puede trabajar de otra manera que no sea cuidando al cuidador”, sentencia la profesora de la UHU, y es “la sociedad en su conjunto, a través de las administraciones, la que tiene que garantizar unos cuidados de calidad y dotar a los cuidadores de recursos materiales y personales, todos los necesarios”.

Obviamente, eso no ocurre. Es cierto que el Plan Integral de Alzheimer y otras Demencias, impulsado por el Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social en 2019, ya prevé una atención de la enfermedad desde el punto de vista sociosanitario, pero actualmente “todo está muy parado y no se ha avanzado gran cosa”, ni siquiera en lo básico, en “lo más importante”: sigue existiendo “mucha invisibilidad y hay que acabar con eso”. Por suerte, asegura, “está la labor importantísima de formación, información y acompañamiento que se hace desde las asociaciones de familiares de enfermos”, que suple en parte algunas de las carencias del sistema.

Rocío Pérez (otra Rocío y que también cuida de Carmen) lleva trabajando con personas mayores desde hace casi veinte años. En dos décadas da tiempo a verlo casi todo, incluida la evolución con la que familiar y socialmente ha ido siendo aceptada la demencia. Cuando abrió su centro de día (ahora trabaja en uno) “me ponían por loca cuando los sacaba a pasear o hacer actividades al aire libre”. Nadie quería enseñarlos, había “que esconderlos”, aunque aún hoy hay personas que ocultan al mundo el drama en el que viven, “muchas veces por una especie de ‘vergüenza ajena’ de que las personas que conocían al enfermo antes vean su deterioro”. Con todo, las cosas van cambiando. Más despacio de lo que deberían y con un pecado venial a las espaldas: “las administraciones necesitan saber más de la enfermedad”, explica Rocío, porque “ofrecen muchas cosas que a menudo no sirven de nada, cosas que realmente no facilitan la vida ni de los enfermos ni de las personas que los cuidan”. Cree que la visibilización y la formación sobre Alzheimer debería ser imprescindible “para poder ayudar de verdad”.

El Alzheimer es un mazazo al principio, una tortura durante y una losa al final: “ves a tu padre o tu madre transformarse en otra persona, y eso es muy difícil”, confiesa Rocío. “Es cruel”, y quizás por eso muchos familiares intentan que durante todo el tiempo posible “sigan siendo ellos mismos”. Evitarlo es imposible, vano trabajo. Retrasarlo, un esfuerzo descomunal pero “muy gratificante”, como su trabajo, para el que pide “dignificación y vocación” porque “para hacer esto tiene que gustarte de verdad y dar mucho cariño”. Al fin y al cabo es lo que los enfermos, a falta de cualquier otra cosa, necesitan y  “agradecen por encima de todo”.

Porque el Alzheimer, con eso, sí que no. Puede borrarle el nombre de sus hijos o el rostro de sus nietos. Hacerle creer que sigue siendo una jovencita, que su padre sigue vivo o que su marido es el muchacho guapo de la panadería. Puede robarle a Carmen los recuerdos o prestarle otros que no son suyos, desdibujarle el camino de regreso a casa, quitarle las llaves, esconderle el dinero, agriarle el carácter, cambiarle los sabores. Puede hacerle imposible lo que antes era fácil, quitarle el sueño, asustarla siempre. Puede hacer muchas cosas pero con eso sí que no. Con el cariño de su hija no puede.

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