Crítica 'Museum Hours'

No muchos mueren por otro

Museum Hours. Director Jem Cohen. País: Austria/EEUU. Año: 2012. Duración: 106 mins. Con: Mary Margaret O'Hara, Bobby Sommer.

Jem Cohen aparece y desaparece. Ahora está con nosotros, en esta Museum Hours que atesora las cualidades de la fragilidad. Una película enunciada desde aquella Bleistiftgebiet de la que hablara el fugaz Robert Walser, "la provincia del lápiz", del esbozo, el apunte, la obra sin vocación de permanencia o trascendencia, horas en el museo ante los maestros antiguos (ésa fue justo la despedida de Thomas Bernhard, es preciso recordarlo). Después de tanto Seidl y Haneke -profesionales de la autopsia-, un extranjero llega a Viena desde Nueva York (como antaño le ocurriera al canadiense John Cook), para retratarla como merece, entre correspondencias, rimas visuales y puentes sonoros, a través de la encarnación en sus mejores hijos, Bobby Sommer, paradigma del vienés reconcentrado: sabios de rellano, extraterritoriales hiperestésicos que rumian y gastan en paseos su medio locura (Steinhof, el bello manicomio, presencia ausente).

Museum Hours refuta, inconscientemente, todo ese envejecido cine de autor que especula con la ficción y el documental y nos amarga la existencia desde hace décadas. Nunca se trató de eso, confirman las imágenes y los sonidos de Cohen, sino de otra cosa, de la vida y su doble, de las ideas y la resistencia de la materia, de asociaciones -cuanto más lejanas, más potentes, lema godardiano-, y de la primigenia tensión entre lo móvil y la parada. Cohen, como decimos, pergeña con cuatro trazos una historia, el encuentro en Viena de dos soledades, ella, de visita para velar a un familiar comatoso, él, escondido en el Kunsthistorisches Museum, vigilante de sala en diálogo mental con cuadros y piezas, y lo celebra fílmicamente. Es decir, se goza aquí de la suspensión de las jerarquías: los materiales del cine en una apetitosa carta menú, y si a uno le apetecen dos postres, pues los pide. Es MuseumHours de una impureza gratificante, y hay en ella espacio-tiempo para ejercitar el callejeo, la flânerie: enjundiosas y emotivas reflexiones sobre Brueghel o Rembrandt (a quien, vía Sebald, también ha recurrido recientemente el Petzold de Barbara) que demuestran su vigencia para seguir pensándonos políticamente, digresiones históricas, conversaciones de bar, una canción inesperada que dura justo lo que tiene que durar. Miniaturas. Cohen, Bobby, Margaret y Ela son un bálsamo de sapiencia: ellos llevan la marca, se miran y se reconocen; no entienden de crisis, siempre estuvieron en ella.

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