Madre (película inaugural) | Festival de Cine de Sevilla

El duelo y la catarsis

Marta Nieto y Jules Porier en una imagen de 'Madre', de Rodrigo Sorogoyen.

Marta Nieto y Jules Porier en una imagen de 'Madre', de Rodrigo Sorogoyen.

No se resiste Rodrigo Sorogoyen a arrancar su película con la totalidad del cortometraje homónimo que la precede y que tantos premios cosechara la temporada pasada, incluida una nominación al Oscar: un enfático ejercicio de estilo marca de la casa que condensa en quince minutos supuestamente angustiosos aunque plagados de viejos trucos la desesperación de una madre ante la posibilidad de que algo terrible le pase a su hijo de seis años abandonado (por el padre) y perdido en la costa francesa al otro lado del teléfono.

Diez años después, tal y como indica el rótulo, la tensión dramática y los excesos verbales se han calmado un poco, pero siguen ahí todos esos tics que han hecho de las tres últimas películas de Sorogoyen (Que Dios nos perdone, El reino) un campo de ejercicios gimnásticos (tan inconstantes como gratuitos) para el operador de steady-cam con gran angular, los actores moviéndose en modo plano-secuencia y las emociones viscerales a flor de piel, unas emociones que ahora se pretende enfriar en aras de un relato que busca su previsible y obvio subtexto en la materialización silenciosa y dilatada del duelo y, en la que se nos antoja la vertiente más sugerente y atrevida del filme, en la paulatina la conversión de un simulacro materno-filial en una suerte de flirteo incestuoso a espaldas de la relación sentimental de ella (con un Brendemühl una vez más en modo paciente) y de los vínculos familiares del adolescente enamorado.

Madre transcurre así con cierta tendencia a la repetición de ideas, foco cambiante y desigual tensión por el paisaje horizontal y gris de las playas de las Landas, intentando retratar con distancia ese proceso de negación de la realidad y paulatina enajenación de una madre (Marta Nieto, premiada en Venecia, demacrada y magra) que ha tocado fondo al tiempo en que se agarra a la ilusión de una segunda oportunidad redentora y sanadora. Sorogoyen no se fía del todo de él mismo ni del espectador, y busca el conflicto, el estallido, la deriva peligrosa y el recordatorio constante (el encuentro con el ex–marido) que despeje toda ambigüedad sobre los complejos mecanismos del autoengaño que conducen a la catarsis.