Ecos de la Transición

40 años desde el harakiri

  • La aprobación de la Ley para la Reforma Política por parte de las Cortes franquistas supuso la demolición del régimen desde sus propias entrañas.

Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes, celebran la aprobación de la Reforma Política.

Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes, celebran la aprobación de la Reforma Política. / Archivo

Adolfo Suárez se lo jugó a una sola carta, en una votación; hay instantes en los que se condensa toda una década de la Historia y la Transición cabe en el 18 de noviembre de 1976, el día en que las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política. Fue el harakiri del régimen del 36. De los 497 procuradores que estaban ese día en las Cortes, todos ellos afectos, elegidos en los tercios sindical, familiar y municipal, 425 votaron a favor, sólo hubo 59 votos en contra y 13 abstenciones.

El sistema que Franco creyó haber dejado atado y bien atado fue desatado desde dentro, de acuerdo con una hoja de ruta planificada por Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes. Sin violentar la legislación franquista, se iba a pasar de una dictadura, en la que esos mismos procuradores eran un más que débil contrapeso al jefe del Estado, a una democracia, en la que la soberanía residía en las Cámara y no en un rey.

La mecha de la democracia había prendido hacía tiempo en la universidad, en las fábricas y en partidos cada vez más organizados en la oposición. No se trató de un proceso milimétricamente diseñado desde los despachos, estuvo sometido a muchas contingencias y sin la presión exterior, poco hubiera cambiado, pero muchos de los protagonistas del régimen asumieron que el cambio era inevitable y actuaron. Mediante ruptura o reforma, pero sería.

En solo cinco meses, Adolfo Suárez que fue nombrado en julio, recondujo aquellas Cortes donde había fracasado el intento de apertura anterior, el de Carlos Arias-Navarro, para que votase una ley sencilla, breve, de sólo cinco puntos, en el que se reconocía la democracia como sistema y la soberanía popular representada en dos Cámaras, el Congreso y el Senado, elegidas en unas elecciones generales. En diciembre, la ley fue refrendada en referéndum y al año siguiente se convocaron las primeras elecciones libres desde la II República.

Ganó UCD, formada en buena parte por dirigentes que venían del régimen, seguida del PSOE de Felipe González. En pocos meses todos fueron demócratas. Dos días antes de que se cumpliese el año de la muerte de Franco, España nacía como democracia. Fernández de la Vega, uno de los detractores de la ley, se lamentó en la Cámara de sus compañeros de filas: "Todo estaba atado y bien atado; atado con un nudo insalvable para esa misérrima oposición que, con su resentimiento a cuestas, ha recorrido durante cuarenta años las cancillerías europeas (...).

Pero no estaba atado para los de dentro, para los de los juramentos y los compromisos, éstos son los que han desatado el nudo". A lo que Fernando Suárez, ponente y defensor del texto, contestó que, precisamente, aquello se hacía para no seguir llamando "misérrima oposición" a quienes serían sólo contrincantes políticos.

Poco antes de las 10 de la noche de ese 18 de noviembre, del que se cumplen 40 años, una cifra simbólica en la reciente historia de España, los mismos años que distaban entre el inicio de la Guerra Civil y el fin del régimen, poco antes de esa hora, poco antes de las 10, los procuradores franquistas iniciaban una votación pública de la que resultó la democratización. Suárez, sentando en el banco azul, se mordió el labio inferior, miró hacia arriba y suspiró.

Quedaban atrás tres días de debate y una operación política en el que el Gobierno fue hablando con cada una de las personas que se suponían líderes de opinión en los muchos grupos y familias políticas que componían aquellas Cortes. "Menos acostarnos, hicimos de todo", contó, posteriormente, el entonces ministro Rodolfo Martín Villa. A algunos se les prometió escaños en el Senado, donde el Rey iba a contar con un cupo de senadores, y a otros se les hizo ver que su vida política no se acababa con las elecciones. Tampoco muchos, sólo 32 de aquellos procuradores que votaron a favor de la reforma, se presentaron a los primeros comicios. Y fueron elegidos 25 de ellos.

Una de las pregunta que la historiografía no ha logrado resolver de modo preciso es la razón por la que aquellos diputados que se opusieron meses antes a una reforma del presidente Carlos Arias Navarro votaron después a favor de un cambio más profundo, más avanzado, más democrático.

Sin duda, pesó bastante el entendimiento que el rey Juan Carlos I sí tenía con Adolfo Suárez, aunque no es menos cierto que la destitución de Arias se debió a su fracaso reformador ante el búnker, un núcleo resistente del franquismo que debía mostrarse aún más reacio, pero otros autores sostienen que frente a la complicada hoja de ruta de este último, que pasaba por la modificación de varias leyes, y obligaba a varias votaciones tanto en las Cortes como en el Consejo Nacional del Movimiento, la estrategia de Fernández-Miranda pasaba por una única votación donde era posible concentrar todo tipo de presiones. La persuasión fue la clave.

Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda eligieron como ponentes de la ley a dos personas encaminadas a ello: Miguel Primo de Rivera, amigo del Rey y heredero del apellido más importante del falangismo, y Fernando Suárez, orador hábil e íntimo del presidente de las Cortes. Ambos defendieron la ley en el Consejo Nacional del Movimiento y, posteriormente, en la Cámara. En palabras de Primo de Rivera, se trataba de reformar la constitución del régimen para dar paso a una constitución democrática sin romper la primera. En efecto, aunque sin constitución, el franquismo contaba con las leyes fundamentales del Movimiento, y la Ley para la Reforma Política fue la última de ellas.

De hecho, se aprovechó un hueco de la Ley de Sucesión de 1947 para modificar las del Movimiento con las condiciones necesarias de contar con el apoyo de dos tercios de la Cámara y el refrendo en un referéndum. Ese fue el espíritu de aquello que Fernández-Miranda llamaría "de la ley a la ley". Ésa era la reforma frente a la ruptura, que era la demanda de los partidos de la oposición, los dos grupos donde se reunieron todos ellos, la Plataforma y la Junta, unidos después en la conocida como Platajunta, abogaba por la ruptura con la legalidad franquista y el nombramiento de un Gobierno de coalición que diese paso a la legalización de los partidos y la convocatoria de las elecciones.

Todos los reformistas, los convencidos, se pusieron en ello. El Rey los apoyaba; Suárez habló con los mandos militares en una reunión donde los convenció, aunque a la larga sería un desastre; Miguel Primo de Rivera era un ejemplo de legitimidad, pero también se fajaron otros, desde algunos ministros con ascendencia sobre los procuradores del búnker hasta el CESID, el organismo de Inteligencia anterior al CNI. Incluso hubo un grupo de representantes del sindicato vertical que fue enviado a un viaje a Panamá para participar en unas conferencias, con lo que se consiguió quitar de en medio a una oposición segura. Esto último se ha exagerado en muchas ocasiones; el trabajo fue arduo, de uno en uno.

Pero hay otro factor. Ya por entonces se habían formado grupos parlamentarios y algunas corrientes en las Cortes, por lo fue muy importante convencer a sus líderes y que éstos se mirasen entre sí y ante una incipiente opinión pública que comenzó a dar por ganada la votación. Fue el efecto ganador, al que todo el mundo se agarra al final. Varios periódicos internacionales, y alguno nacional, habían apostado porque Suárez vencería en la votación, la ola era favorable al cambio.

Alianza Popular, que se había constituido meses antes, fue una de las más reacias, no al cambio en sí, sino al modelo. Fraga, recién llegado de Londres, enamorado del bipartidismo, quería que la elección al Congreso y al Senado se hiciese mediante un sistema electoral mayoritario. Suponía que eso le daría una victoria en las elecciones en muchas provincias, prueba de su escaso conocimiento de la realidad del país.

Finalmente, Alianza Popular, que controlaba a casi medio centenar de procuradores, aceptó el sistema proporcional en el Congreso, pero corregido, ya que el voto en las provincias con menor población es desproporcionado al asegurarles un número mínimo de diputados con independencia del número de votantes. La conversión de los de Fraga fue sustancial para conseguir los dos tercios necesarios.

La oposición representada por el PSOE y el PCE no deseaba que ese fuera el camino, y de hecho solicitaron la abstención en el referéndum de diciembre en el que se refrendó la ley con el lema Sin libertad no votes, pero desde la elección de Adolfo Suárez la visión de esta parte de la izquierda había cambiado, era más favorable. El boicot al referéndum, fingido o no, fue un fracaso, y en 1977 se celebraron las primeras elecciones con todos los partidos legalizados.

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