El Rocío

Sin más color que el verde

  • La aglomeración de gente hizo imposible que la carreta del simpecado se volviera por completo a la iglesia del Cachorro.

Silencio. Los sombreros en la mano y las cabezas descubiertas. Así recibe un año más Triana a su Simpecado, al que el prioste Juan Rosales llama milagroso cuando lo coloca en la carreta. Se rompe la quietud sonora. Son minutos con sabor a eternidad cuando las gargantas de cientos de trianeros enmudecen en la calle Evangelista. Es el comienzo de la fiesta y el fin de la espera. El silencio marca el tiempo en esta corporación casi bicentenaria. Luego llegan los vítores y el despertar del tamboril. Allí está Celedonio para anunciar un nuevo Pentecostés. No hay mejor pregón estos días por las calles del antiguo arrabal.

La mañana es fresca. Quizá demasiado. Rebecas y ropas de abrigo en pleno junio. Una buena copa de aguardiente calienta los gaznates cuando el reloj aún no traspasa las nueve. Los romeros se dispersan por San Jacinto y aledaños en busca del primer o segundo café del día. El hermano mayor, Manuel Alcantarilla, sube al caballo antes de enfilar Pagés del Corro. Ya está toda la comitiva formada. Cortejo de varas, banderas, estandarte y libro de reglas que portan jinetes y amazonas. Estampas ecuestres sobre una remozada calle peatonal en la que es difícil transitar por mor de los maceteros colocados tras su nueva configuración. "Los maceteros tienen su guasa", advertía un peregrino delante de la carreta que acaba de pasar ante la Estrella. Las tiendas de San Jacinto están cerradas. Sus dueños y trabajadores esperan a que pase la comitiva para comenzar la jornada laboral. La sinfonía de color y sonido que acaban de presenciar ha conseguido que este miércoles no sea un día cualquiera.

La encrucijada de las calles Callao, San Jorge y Castilla es un cruce de generaciones de romeros, estilismos y cantes. De la Peña Trianera a Casa Cuesta hay una gama muy representativa de la evolución de esta fiesta. Hay peregrinos de sofisticada pose y otros que llevan como único complemento la naturalidad avalada por los años. Romeros muy empeñados en intrepetrar ese género musical denominado flamenquito y rocieros que sólo conocen letras antiguas de sevillanas que bailan al son de los palillos. Su única preocupación es la diversión con la que ahuyentar las penas de cada día.

Delante de la carreta del Simpecado camina un mundo entero. Hay sitio para todo y para todos. César Cadaval, Jorge Morillo y un peregrino de Santiago. Su concha se confunde con las matas de romero que preceden a los bueyes. Justo delante de ellos camina Curro Pérez, futuro delegado del distrito Triana, que va repartiendo saludos y abrazos con peregrinos, vecinos y hermanos mayores de las cofradías que reciben a la comitiva. Antes de llegar al templo de la O una lluvia de pétalos cae sobre la carreta. El sol posa sus brillos sobre la plata. El balcón desde donde se lanzan las flores es de los pocos que amanecen con mantones colgados. Cobra sentido la sevillana que entonan los romeros: "Que se cuelguen los balcones..."

El recorrido por el barrio se va acabando. Llega la carreta al Cachorro. Cuesta trabajo encarar la puerta del templo. Pese a la petición del alcalde de carreta, nadie quiere perderse la escena. Salve y a volver a la senda. El simpecado busca ya la cuesta del caracol. A sus espaldas lleva colocados los antiguos exvotos de metal. Después le espera Castilleja, que en este día es un apéndice del viejo arrabal. Plaza y Calle Real. Coloraos y azules solapados bajo el verde de un simpecado. No hay más color cuando Triana se echa a andar.

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