Tribuna

La aldea sin su Madre es un espacio sin tiempo

La aldea de El Rocío sigue aún sin su Madre

La aldea de El Rocío sigue aún sin su Madre

No sé si concebí aquella tarde lo que siempre busqué desde que era un niño, aquellas preguntas que nos hacemos cuando percibimos lo que la realidad nos va envolviendo, y nos pasea desde nuestras fantasías infantiles hasta que nos vamos definiendo como seres maduros. Aquellas vocecitas que desde el interior me iban mostrando el caminar de mi vida, aquella línea del tiempo que vamos surcando sin que nos demos cuenta, y cuando ocurre, te entra ese cosquilleo de volver la mirada hacia atrás, esa melancolía que subraya lo que has vivido, con sus escenarios positivos y tus vivencias negativas, y quizás a pesar de ello quieres volver a repetirlo, pero ya no puedes, es tiempo pasado.

Recuerdos de un niño que se sentaba a la vera de un árbol a mirar todo lo que le rodeaba, lo que percibía, buscando los interrogantes que producen el despertar de la existencia. En un principio buscaba las respuestas en la propia naturaleza, en todo aquello que mi mirada podía asimilar, que permitía a la retina de mis ojos descubrir, y que encontraba con mi propia conciencia. Los libros llegaron pronto, hojeaba todos los días aquellas páginas, llenas de letras, que pude ir descifrando de la mano de mi propia abuela, hasta que comprendí que en sí mismas encerraban relatos, emociones, aventuras y desventuras, la propia vida.

Aquellos libros que amontonaba, como un coleccionista insaciable, llenando horas crepusculares en las que solo sentía la compañía de aquellos grandes héroes de aventuras de los tebeos que mi padre me compraba, o de aquella librería frente a mi casa donde saciaba la curiosidad de mi propia existencia.

Sin saberlo, me concentraba, me imbuía en mi propio mundo, sin que el tiempo me marcara, levantando solo alguna vez la cabeza, para volver pronto a bajarla. El silencio me inundaba, daba paso a mi interior, leía el fondo de mi alma, convivían mi mente y mi alma en una simbiosis donde lo material y lo metafísico, lo corporal y el sentido se entremezclaba en mí mismo.

Y aquel día llego, sin saberlo, sin que me lo contaran, habían pasado tantos años y mi pasión no había cesado. La lectura se había convertido en parte de mi vida, como algo innato en aquella vida que había ido transcurriendo, quebrando en muchos momentos la línea del tiempo. Una mochila cargada de avatares, de rupturas y de reencuentros, pero siempre sin perder la esperanza de que en cualquier momento iba a encontrar la respuesta de aquellas preguntas que el silencio de mi existencia se había empeñado en que pudiera encontrar.

 Aquella tarde de aquel año de pandemia, el silencio se había apoderado de la vida, había convertido nuestra historia en aquella agonía que las crónicas medievales contaron, y creímos fantasías. Los ruidos de la noche, las calzadas invadidas de gentío, los sonidos metálicos de los coches se habían convertido en una orquesta infernal, sin saberlo en la única melodía que respirábamos día a día. Nunca pensamos que la vida se iba a parar, que la negrura se iba a ir extendiendo en el bullicio de las tardes, o en la identidad nocturna de la vida. La lectura de Bocaccio, las crónicas de Defoe brotaron en mis recuerdos de aquel niño lector, subiendo a la azotea de mi casa natal. Allí volví a contemplar el silencio de la noche, en los ya lejanos años en que solo mi madre, me envolvía con su voz, para llamarme a cenar. Aquellos días de pandemia descubrí que el silencio interior volvía una vez más a convertirse en un sosiego, en la vuelta de tuerca de mi propio ser, en el reencuentro de los seres amados.

Y pasaron los meses, y volví a aquella aldea, que ya Alfonso X El Sabio, había levantado en aquellos años medievales de Reconquista. Aquel monarca sapiente, que nos trajo aquella devoción mariana, que con tanto empeño divulgó, escribiendo sus Cántigas. Y volví a aquella aldea, por la que pasaron tantas generaciones de marineros y aventureros que marchaban a América; enfermos y tullidos buscando su salvación, labriegos y campesinos buscando buenas cosechas. Y volví a aquella aldea, que ya mis padres y mi tío Fernando, me supieron mostrar, con su grandiosa ermita, a la que  devotos y hermanos de tan innumerables hermandades acudían desde toda la ecúmene, proyectando en sus conciencias un camino de fe.

Y aquella tarde de primavera, una semana antes del día Pentecostés, volví a la aldea, esa que llaman del Rocío, emulada por artistas, poetas y todo tipo de creadores artísticos. Y la volví a recorrer. Sus calles de arena, sus casas de hermandad, la propia ermita, y el fondo del marco natural de Doñana. El ruido de la fiesta, los bailes y los cantes, los caballos al pasar, los cohetes del alba y la gente consus rezos y plegarias se habían diluido, como si el mundo se hubiera parado, como si el reloj del tiempo no hubiera marcado los signos de la vida en que estábamos abocados.

Y descubrí el silencio, el verdadero silencio, como un lector empedernido de una naturaleza viva, en la que solo los relinchos de los caballos me acompañaban, como si fuera aquel jardín del Edén del Bosco, emulando esos unicornios y seres fantásticos que nos descubriera Umberto Uco en el Baudolino, llenando nuestra alba.

El único sonido era el de los graznidos de las aves que surcaban aquel lago mágico que quizás bañara el reino enigmático de Tartessos o las cigüeñas mensajeras de la diosa esperanza. El silencio que inundaba aquellos claustros monacales en que los monjes rezaban se había desplazado hacia la aldea divina.

Aquella tarde escuché y comprobé que la Virgen no estaba, que no había podido volver como cada siete años desde su pueblo de Almonte. Y sin embargo, en aquel silencio de la aldea, se fue abriendo aquel lubricán oscuro. Sentí la presencia de su ser, era Ella la respuesta que en los libros buscaba, quien me enseñó a buscar la felicidad en mi propio interior en el silencio de una aldea que estaba en mi propio  Doñana, mi propia alma.

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