Diego Martínez López

¿Cogobernanza fiscal? Seamos realistas

María Jesús Montero conversa con Nadia Calviño

María Jesús Montero conversa con Nadia Calviño

Ha sido una de las palabras de moda durante la pandemia. Pero definir cogobernanza con precisión, más allá del genérico compartir las decisiones entre diferentes de niveles de gobierno, no resulta fácil. Especialmente cuando nos podemos referir a múltiples dimensiones de las políticas públicas, desde las sanitarias hasta las fiscales, incluso a las que implican a la política exterior (piénsese en la reciente crisis fronteriza en Ceuta). Por ello, en este artículo me aproximaré a la cogobernanza según la casuística en la que se ha aplicado o se pretende utilizar.

La moda de la cogobernanza nace al albur de las críticas que las CCAA lanzan al gobierno central sobre la gestión sanitaria de la pandemia, con extensiones que llegan a nuestros días. Los gobiernos regionales, críticos con el Ministerio de Sanidad, pedían voz y voto en las decisiones; no en vano serían los encargados de aplicarlas. El experimento, a mi juicio, no ha sido satisfactorio y las explicaciones pueden ser variadas: no existían antecedentes de cooperación regular ni en esos ámbitos (lógico: la pandemia sorprendió a todo el mundo) ni de ese alcance (con derechos fundamentales en juego); la sensación de que el gobierno central “se quitaba el mochuelo de encima” ha estado presente desde el propio nacimiento del término; y las CCAA se han visto enfrentadas a los costes políticos de adoptar decisiones difíciles, y no es lo mismo predicar que repartir trigo.

Pero el concepto de cogobernanza sigue ejerciendo atractivo entre nuestros decisores públicos y un servidor teme –y hay indicios para pensarlo- que se extienda hacia el ámbito de las relaciones financieras entre el Estado y las CCAA. Si bien hay que reconocer que, entendida con suficiente perspectiva y después de haber agotado algunas etapas previas, la cogobernanza fiscal contaría con méritos suficientes para ser considerada como un avance sustancial, en estos momentos no se dan las condiciones adecuadas para ello.

A continuación, defenderé que los ajustes menores, los parches bien entendidos si se quiere, son los que proceden en estos momentos, antes que utilizar grandilocuentes conceptos de incierta eficacia. Mi primer argumento es que no se dan las condiciones necesarias para acometer reformas integrales de largo recorrido. Lo estamos viendo en el caso de las pensiones pero también podríamos asimilarlo al caso de la financiación autonómica y local o al mercado de trabajo. Salvo que se avance en un improbable consenso con la oposición, lo que también exigiría el que ésta adoptase una actitud más constructiva, o los fondos europeos actúen de milagroso pegamento, no se atisban los ingredientes necesarios para combinar variados intereses en reformas como las arriba enunciadas. Tampoco en las relaciones financieras entre el Estado y las CCAA. El gobierno actual carece del suficiente liderazgo para ello.

En segundo lugar, si la cogobernanza fiscal significa tomar decisiones conjuntas sobre cómo repartir el dinero, el propósito es más formal que real, puro wishful thinking. En estas mismas páginas ya he elaborado sobre eso. Que el Estado alcance con las CCAA criterios de consenso sobre el reparto de fondos es una utopía incompatible con el juego de suma cero que supone distribuir una cantidad dada entre demandas ilimitadas e incompatibles por definición.

Sin embargo, estos días se ha realizado el ejercicio de preguntar a los gobiernos regionales qué criterio preferían para repartir los casi 13.500 millones con que se financiará una parte del déficit autonómico de este año. Y no ha habido sorpresas: entre el PIB y la población (ajustada), cada una ha elegido lo que le interesaba. ¿Se da una pátina de legitimidad preguntando obviedades? Quizás ésta sea la cogobernanza fiscal.

En tercer lugar, existen amplias posibilidades de agotar la cooperación y coordinación en foros ya existentes. En lugar de un diálogo de sordos a través de medios de comunicación y argumentarios previsibles, se trataría de escuchar sin anteojeras lo que aportan otros gobiernos y, una vez adoptada la decisión que corresponda, entonces cogobernar –aquí sí- la aplicación de las medidas. Hemos vivido un ejemplo reciente con las ayudas directas del Estado a empresas y autónomos canalizadas a través de las CCAA; ya se adivinan importantes dificultades operativas, ligadas al intercambio de información entre la Agencia Tributaria y las CCAA y cuyas consecuencias pueden ser fatales para nuestro tejido productivo. Pues bien, existe un órgano de coordinación entre el Estado y las CCAA, llamado Consejo Superior para la Dirección y Coordinación de la Gestión Tributaria, que entre sus funciones cuenta con la de proponer sistemas telemáticos para el intercambio de esta necesaria información. ¿Se ha utilizado? ¿Y los Consejos Territoriales con esta misma finalidad? ¿Y los grupos de trabajo técnico del Consejo de Política Fiscal y Financiera?

Y finalmente, antes que aquilatar conceptos ex novo, resulta imperativo entender y aplicar la lealtad institucional en su completa amplitud. Llevamos más de cuarenta años con ese principio impreso en nuestra gobernanza descentralizada y todavía no hemos aprendido a utilizarlo con cierta soltura. Episodios como el del Suministro Inmediato de Información en la gestión del IVA, que en su momento supuso un quebranto en las cuentas autonómicas a partir de una decisión estatal unilateral, no deberían haberse resuelto en los tribunales. Había posibilidades técnicas, primero para evitarlo y luego para corregirlo, pero apelar a la lealtad institucional fue insuficiente.

En definitiva, la cogobernanza fiscal tendrá su momento pero ahora hay que transitar un presente complicado y en el que se requieren mejoras operativas a través de cauces ya existentes aunque poco utilizados. Y conviene trabajar en un enfoque realista, que agote las posibilidades que ya tenemos aunque malgastamos en dimes y diretes.

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