Tribuna Económica

Joaquín aurioles

Bienestar 5.0

En 2017 el Gobierno japonés presentó su proyecto Sociedad 5.0. El objetivo es colocar a las personas, y no solo a las empresas, en el centro de la revolución tecnológica y digital. Hay quien lo interpreta como un paso decisivo hacia una nueva civilización en la que los estados también han de asumir cambios y nuevas responsabilidades, en línea con lo que señala la contradictoria, pero también inapelable, ley de Wagner: cuanto más avanzada es una sociedad mayor es su complejidad. Por ello, y pese que las necesidades individuales están mejor cubiertas, también es mayor la demanda de servicios públicos.

La pandemia nos deja, según Foessa, 8,5 millones de personas en exclusión social, la mitad de ellas en exclusión severa, que ha contribuido a realzar la figura del estado protector y al impulso de iniciativas como el Ingreso Mínimo Vital. También los ERTE y los créditos ICO son medidas de protección, aunque tanto esta crisis como también la de 2008 han dejado muy claro la enorme distancia existente entre lo que la sociedad demanda y lo que puede ofrecer el estado. Lo excepcional de la situación nos permite ignorarlo durante un tiempo, mientras dure la relajación de las reglas fiscales y financieras y el BCE siga cooperando para que los mercados financieros se mantengan receptivos y los tipos de interés reducidos, pero la presión sobre el sistema de bienestar no disminuirá tras la pandemia.

La tasa de dependencia, que mide la relación entre la población con más de 65 años y menos de 16 y la que está en edad de trabajar, ya se sitúa en el 54,6% (48,2% en 2000) y alcanzará el 80% en 2045, según el INE. Se trata de una presión anunciada sobre el sistema de salud y el de pensiones, pero también sobre otras parcelas de la convivencia, como el urbanismo o el turismo, y con evidentes oportunidades para el empleo y el emprendimiento, además de una invitación a reflexionar sobre el reto a la sostenibilidad del modelo de bienestar.

Una población envejecida demanda servicios que la familia actual no está en condiciones de cubrir. El mercado es la alternativa a las dificultades de respuesta por parte del estado, con la consiguiente amenaza de precariedad para la población con menos recursos. Añadamos el paro estructural y la amenaza de exclusión por desaparición de empleos tradicionales entre la población con mayores dificultades de reinserción laboral, además de la inmigración laboral no cualificada. La conclusión es que el modelo europeo de bienestar heredado del pasado siglo tendrá dificultades para sobrevivir a las demandas sociales posteriores al Covid-19. Los impuestos a los más pudientes sugeridos por el FMI responden a la urgencia del momento, pero la dimensión del reto obliga a replantear en su totalidad la estructura impositiva, el papel de los intermediarios financieros y la relación entre el sector público y el privado (incluidas ONG y similares) en la satisfacción de las demandas sociales. También a retrasar la edad de jubilación y a aceptar la inmigración, no como problema inevitable, sino como posible oportunidad para afrontar otros, como el aumento de la dependencia en el medio rural por envejecimiento y despoblamiento.

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