El Poliedro

Tacho Rufino

Amor en el supermercado

Conservar el puesto de trabajo puede ser un bien superior al riesgo de contagiarse

Como ejemplo de subjetividad, y también de senequismo, recuerdo con frecuencia la respuesta de un habitante de San Juan del Puerto a la pregunta del periodista sobre cómo podían soportar los lugareños todos los días el olor a coliflor química que despedía la fábrica de celulosa ubicada al lado del pueblo onubense, hace años desmantelada: “A mí me huele a pan”. Les evito la explicación. Me vino de nuevo la frase a la cabeza hace pocos días, mientras torpeaba con los guantes de plástico y mis gafas se empañaban por culpa de la mascarilla, lista en ristre. Fue en el pequeño supermercado de al lado de mi casa, muy familiar, que tiene un aire de tienda de país del Este en la era del ‘socialismo real’, pero en otro modelo de negocio del también popular e igualitario Mercadona, que ofrece líneas mucho más amplias, sofisticadas e innovadoras de productos --dentro de lo que cabe en el precio. Hablo de El Jamón, una cadena con origen y sede en Lepe, un cluster de emprendimiento, que diría aquel, y que se suele citar junto a la cordobesa Lucena y al milagro de la fruta y verdura almerienses como ejemplo de iniciativa empresarial de un territorio.

El personal de este pequeño súper (o colmado grande) está pronto a servir y por lo general es afectuoso; te llaman por tu nombre, o te comentan que tus hijos han pasado por allí. “¡Cómo está tu hija!, ¡si yo la he visto así!”, te dice la charcutera, bajando la mano enguantada en una malla de metal, mientras sostiene el cuchillo jamonero con la otra. Hay algo en el lugar que también suele beneficioso para el cliente: no hay demasiada rotación. Bancos y supermercados grandes deberían mantener más a sus empleados en sus destinos si son eficientes y eficaces, aunque hay directores de Recursos Humanos que en su casa tienen alma pero que sostienen que los clientes no deben de encariñarse con el personal, y no digamos viceversa. En esta confianza de anillo exterior que tanto ayuda a la necesidad social de los individuos, me permití confesar, precisamente a la charcutera: “Perdona, pero es que me resulta admirable que estéis con tan buen talante, tan serviciales y simpáticos, haciéndoos bromas y todo, con lo expuestos que estáis aquí”. Agachó un poco la cabeza, dando intimidad a su respuesta, que desde detrás de la mascarilla resonaba a confidencia: “No he perdido el trabajo ni creo que lo vaya a perder. En mi barrio están ya todos parados o con un Erte, que a ver cuándo van a volver a su empresa, si la empresa existe. Encerrados en su casa. Dinero, ¿qué dinero? Con teletrabajo no conozco yo a nadie allí”. Temerosa, a ella “le olía a pan”. Es natural.

Muchos puestos de trabajo han visto realzada su consideración social

En un mes de confinamiento han sucedido muchas cosas insospechadas, con la tragedia de fondo. Hemos visto a la realidad desde otro punto de vista. Uno de esos descubrimientos ha sido la mejora en la consideración de los puestos de trabajo operativos y con menor cualificación: limpiadoras, repartidores y mensajeros, dependientes de supermercados, transportistas (ojo, pieles finas: no hablo de valía por experiencia, sino por titulación, que a la postre suele indicar un plus salarial y de estatus). Esto supone un ‘logro’ del ataque del coronavirus, aunque sea pírrico (ya saben, Pirro gano una batalla, pero en ella perdió a buena parte de su tropa). Lecciones aprendidas a base de dentelladas de la realidad, que nos reubican en cierta mayor sensatez. Quién sabe si de forma pasajera, y en mala hora volveremos a tolerar como normal el “si tú ganas, yo pierdo”, la cultura del ganador, la competencia feroz entre obreros muy cualificados, emigrantes a las metrópolis. Algo quedará de esta vuelta a las pequeñas cosas, aunque sea un reservorio de vergüenza y filantropía. Cantaba El Último de la Fila: nadie es mejor que nadie (pero tú creíste vencer).

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