Cultura

Lo que de verdad ocurre

  • La editorial Tusquets publica 'Corteza de abedul', un poemario que compendia los mimbres filosóficos del gaditano Antonio Cabrera.

CORTEZA DE ABEDUL. Antonio Cabrera. Tusquets. Barcelona, 2016. 109 páginas. 13 euros.

Casi 20 años han pasado ya desde que un desconocido Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) dejase de ser un poeta inédito para pasar a ser un poeta insólito, maduro, poeta de una vez, con el reconocimiento del Premio Loewe a su obra En la estación perpetua, donde ya escribía: "Otra vez eres múltiple. / ¿Lo entiendes, realidad? No puedo reducirte". Y por esa piedad hacia lo que se manifiesta ha continuado hasta hoy este poeta que ha reducido su labor a encontrar respuestas en lo que desprende vida, en lo que responde. Desde entonces sus entregas han sido lo suficientemente espaciadas y rotundas como para no perder ese calificativo, y esa voz meditativa y pausada que descifra el mundo y averigua la realidad desde su pluralidad de perfiles, y que lo siguen elevando a los escalones más altos de nuestra poesía.

Apuntaba Charles Simic que el poeta ve lo que el filósofo precisa, y es esa perspectiva del autor gaditano, su reflexión profunda que otorga significado a lo que se nos escapa, aquello que lo empuja a precisar lo que muchos otros sólo ven; de ahí ahonda en el asombro de vivir que no es otra cosa que ceder espacio a lo que nos rodea, que no es más que agradecer a los milagros cotidianos -que no se saben milagros- su fondo ordinario. "Traje a casa, hace tiempo, / un poco de corteza de abedul". Y es desde esa búsqueda tranquila, desde ese hallazgo comedido, desde donde parte esta nueva entrega, Corteza de abedul, que interrumpe seis años de necesario silencio sin abandonar la estela de sus libros anteriores, aunque quizá ahora penetre de forma más serena en esa pugna intimista y naturalista con el misterio de lo existente, en esta mímesis entre la luz y la visión: "El azul y la arena se han hecho superficies / donde rebota, sin acción, la tarde". Sin embargo todo esto no es más que un ejercicio de absorber la savia a todo lo real. Estamos en verano, "nunca un furor más quieto que el de agosto". Salid ahí a destrozar cortezas, comeos el mundo.

Un exceso de vida con yedras, sabinas ("aroma, lentitud, tenacidad"), fresnos, cereales, arces, brozas, almeces ("sus raíces / parecen largas vías a la conformidad), lirios, granados ("vive para la pulcritud y la entereza"), palmeras o hayas, entre gorriones o mantis, acompañan al poeta en esta exaltación tranquila de las emociones más hondas y humanas que sólo buscan dar con el mecanismo silencioso desde el que se pone en marcha ese pulso amable entre lo cotidiano y lo transcendente: "Pasos que doy / bajo los brotes nuevos / de las moreras, sendas entre cañaverales, / conducidme / a la orilla de lo que me descarta, / a un estanque / donde no me refleje, a un lugar / desde donde volver".

Antonio Cabrera ha escrito un libro de impulsos desde el sosiego, ha reservado para el poema esos estímulos y ofrendas que pasan desapercibidos para el ojo común pero que para el poeta configuran momentos irrepetibles que justifican y reparan otros menos amables, pero también necesarios, que siempre acarrea el oficio de vivir: "Llovía, sin que ello supusiera ningún hecho concreto. Era todos los hechos. La lluvia mojaba el mundo con el propósito de convertirlo en dócil totalidad (...) La escuchaba sin abrir los ojos y me sentía distinto, separado".

Contemplación, elegía de lo mundano y accesible que se mantiene durante todo el libro sin caer en los excesos del lirismo y sin perder el trasiego real para así encontrar una identidad que nos conforme desde lo que realmente importa: "Tuve la sensación de existir sólo yo, / el poblador inmóvil -nacido apenas un momento antes, / instantáneo y consciente- que observaba / tras el gran ventanal un teatro mudo". De esta manera va avanzando el guión que nos propone el escritor gaditano por los poemas de este libro extenso y medido, sin triquiñuelas verbales ni otras adiposidades innecesarias, poemas que profundizan en la comunicación con la naturaleza y con el lector, creando un diálogo abierto y sostenido sobre una intersubjetividad equilibrada: "el águila ha agitado / la bandera triunfante de lo que no soy yo".

Con Cortezas de abedul el poeta gaditano ha hecho de las evidencias de su entorno un espacio donde los lectores podamos entender y tolerar nuestra intimidad más amplia, nuestras expectativas más desvalidas que desde una azotea o sobre una duna de la playa de Bolonia se mantienen firmes y por fin se cumplen. De esta forma aparentemente sencilla pasan a la realidad las cosas que hoy suceden.

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