Serotonina | Crítica

El cansancio de Occidente

  • Rozando la autoparodia, la errática nueva novela de Michel Houellebecq redunda en su idea de la decadencia europea, fiel a una manera que pudo ser novedosa pero suena ya reiterativa

El poeta, narrador y ensayista Michel Houellebecq (Saint-Pierre, Isla de Reunión, 1956).

El poeta, narrador y ensayista Michel Houellebecq (Saint-Pierre, Isla de Reunión, 1956).

Más que a sus supuestas dotes visionarias, la capacidad de Michel Houellebecq para conectar con la actualidad tiene que ver con una especie de oportunismo que lo lleva a tratar de cuestiones candentes sin aportar luz ninguna a la hora de interpretarlas, como esos avezados periodistas que saben identificar los asuntos escabrosos para darles a sus fieles no un análisis ponderado, sino la esperada dosis de carnaza. En su caso, esta resulta de la combinación de afirmaciones provocadoras, sexo mercenario o desalmado y descripción de un malestar difuso que refleja y asume los miedos de una época de incertidumbre. Serotonina incluye una escena donde un grupo de agricultores y ganaderos opuestos a las directrices de la Unión Europea, calificada de "gran puta", se enfrenta a tiros con la policía durante el bloqueo de una autopista, y eso ha bastado para que sus hagiógrafos afirmen que Houellebecq, de nuevo profético, anticipaba la revuelta de los chalecos amarillos, pero el contexto remite más bien al movimiento antiglobalización que en Francia, liderado entre otros por el irreductible Bové, ha estado desde hace décadas ligado a la defensa de la economía rural en un marco proteccionista. ¿Puede calificarse a Houellebecq, como ha hecho un crítico de Le Figaro, de "gran novelista del pueblo"? A no ser que se pretenda irónica, la afirmación parece no ya desnortada, sino ridícula, pues el yo del novelista apenas deja hueco a otra cosa que no sea él mismo.

La náusea no tiene detrás, pese a las profusas reflexiones del narrador, filosofía ninguna

Se dirá que no debemos confundir al autor con el narrador o con el personaje en el que se ha convertido, pero es el propio Houellebecq quien juega con esa identificación al plantear en todas sus novelas una misma cosmovisión que se inscribe, cierto es que con brillantez, en la tradición reaccionaria, subapartado de libertinos –vagamente creyentes o nostálgicos de la religiosidad cristiana– encantados de epatar al intelectual progresista. No hay duda de que Houellebecq sigue siendo un excelente escritor y Serotonina, como casi todas sus novelas, se lee con una mezcla de interés e irritación, no porque sus calculados asaltos a la corrección política causen escándalo –podemos de hecho reírnos con algunos de sus chistes, otros no tienen demasiada gracia– sino porque la consabida manera del novelista roza cada vez más la autoparodia. Quizá por ello, al menos para algunos lectores, sus últimas obras dejan la impresión de un gran talento desperdiciado o reducido a una fórmula que pudo ser novedosa y suena ya reiterativa, donde las cáusticas digresiones sobre la vida contemporánea transmiten una suerte de náusea que no tiene detrás, pese a las profusas reflexiones del narrador, de la vieja devoción de Houellebecq por Schopenhauer o de sus tics de moralista, filosofía ninguna.

Como su personaje, Houellebecq es un fumador compulsivo. Como su personaje, Houellebecq es un fumador compulsivo.

Como su personaje, Houellebecq es un fumador compulsivo.

El protagonista de la novela, Florent-Claude Labrouste, es un cuarentón prematuramente envejecido que cae víctima de la depresión –el título alude al tratamiento médico que recibe– y de una indolencia terminal, que lo lleva a dejar su trabajo en el ministerio de Agricultura para emprender una huida hacia ninguna parte. Almería, París o la región de Normandía son los escenarios de un trayecto que abarca casi dos décadas, con saltos en el tiempo que permiten al narrador, a quien los antidepresivos han provocado inhibición del deseo e impotencia, hacer recuento de las mujeres con las que ha mantenido relaciones que acabaron de mala manera. Labrouste se autodescribe minuciosamente y lo hace de un modo muy poco halagüeño, pero no dedica la misma atención a sus novias, que son meros monigotes: la más reciente, por ejemplo, es una joven japonesa aficionada a los encuentros grupales clandestinos y las orgías con perros. Hay quien considera que al tratar de un modo casi caricaturesco la obsesión de los personajes masculinos de Houellebecq con los asuntos genitales, el novelista se rebela contra el puritanismo y refleja los íntimos deseos del varón –del hombre europeo, del cristiano viejo– amenazado por las restricciones de la moral de género, pero se hace difícil ver en su discurso otra cosa que una complacencia sórdida. No hay humor sino sarcasmo, y una misoginia que lejos de ser divertida parece en ocasiones siniestra, como cuando habla de las prostitutas de lujo –otro de sus motivos recurrentes– o introduce una escena de pedofilia absolutamente gratuita, cruzando la línea que separa la transgresión incómoda de la pornografía barata.

Labrouste se siente viejo y el mundo se acaba, pero lo que se acaba, claro, no es el mundo sino el 'viejo'

Hay pasajes en los que las melancólicas consideraciones sobre el amor adquieren trazas conmovedoras, pero aunque se percibe el esfuerzo de Houellebecq por hacer de ello el gran tema de la novela, resulta poco verosímil que Labrouste, al que atormenta el recuerdo de la única mujer, Camille, a la que verdaderamente añora, anhele la redención en compañía de la pareja perdida. Del mismo modo, la visita a su amigo Aymeric, un aristócrata reconvertido en ganadero y defensor de los granjeros normandos, parece exclusivamente concebida para introducir el discurso populista de las élites traidoras. Presente desde siempre en la narrativa de Houellebecq, la idea de decadencia –el cansancio de Occidente o su propio cansancio– tiene de nuevo aquí un lugar muy destacado: "una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma", dice el narrador, al que como de costumbre acompaña el moralista sentencioso. Pero no vemos, al contrario que sus incondicionales, lucidez en su nihilismo. Labrouste se siente viejo y el mundo se acaba, pero lo que se acaba, claro, no es el mundo sino el viejo. Por el mismo proceso de transferencia, sus problemas con el sexo se enmarcan en la "desaparición de la libido occidental", un fenómeno más bien incierto que como otros ampulosos diagnósticos de Houellebecq parece responder a su predilección por las visiones crepusculares. La ocasional brillantez es ahogada por el trazo grueso. La historia, errática, degenera en historieta.

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