La Rusia blanca | Crítica

Un Estado errante

  • Renacimiento recupera el libro, mezcla de ensayo y reportaje, donde Essad Bey describió la pintoresca constelación de los emigrados rusos tras el triunfo de la Revolución de Octubre

El enigmático Lev Nussimbaum (Kiev, 1904-Positano, 1942) firmó sus libros con el seudónimo de Essad Bey.

El enigmático Lev Nussimbaum (Kiev, 1904-Positano, 1942) firmó sus libros con el seudónimo de Essad Bey.

Judío ucraniano de origen azerí, converso al islam y simpatizante del fascismo en la última etapa de su vida, Lev Nussimbaum fue un hombre enigmático y contradictorio que se sirvió de sucesivas máscaras y dejó un rastro borroso en el que la realidad se mezcla con la mixtificación y la amena literatura. A descifrar el misterio de su identidad dedicó el escritor y periodista neoyorquino Tom Reiss un libro apasionante –El orientalista, disponible en Anagrama– donde perseguía las huellas de un aventurero que fabuló sin medida sobre sus orígenes y emplearía distintos seudónimos para dar a conocer su obra literaria, escrita en la lengua alemana que aprendió de la mujer que lo educó tras el suicidio de su madre.

Como Essad Bey fue un autor inmensamente popular en toda Europa, en calidad de narrador, ensayista o biógrafo, entre otros de Nicolás II, Lenin, Stalin, el primer Shah de Persia o Mahoma. De su éxito da buena cuenta el hecho de que tanto la novela autobiográfica Petróleo y sangre en Oriente (1929) como la colección de estampas La Rusia blanca (1932) –ambas recuperadas por Renacimiento, que en el segundo caso ha mantenido incluso la ilustración de la cubierta– fueran traducidas al castellano muy poco después de su publicación original, en las editoriales Ulises (1931) y Dédalo (1933). Pero sería otra novela, Alí y Nino, publicada en 1937 con el seudónimo de Kurban Said, la que pese a las persistentes dudas sobre la autoría –probablemente múltiple, la historia daría para otra novela– le concediera no sólo celebridad, sino la consideración de moderno clásico –podemos disfrutarlo en la edición de Asteroide– de las letras azerbayanas.

Propaganda de reclutamiento del Ejército Blanco (1919). Propaganda de reclutamiento del Ejército Blanco (1919).

Propaganda de reclutamiento del Ejército Blanco (1919).

No sin motivo relacionaba el editor de Renacimiento los pasajes de Petróleo y sangre en Oriente que hablan de la Revolución del 17 con el Chaves Nogales de El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934), pero la relación de La Rusia blanca con otro de los libros del sevillano, Lo que ha quedado del imperio de los zares (1931), es aún más estrecha, dado que ambos se dedican en su integridad –y lo hacen de modo parecido, combinando la divulgación histórica y el reportaje– a dejar constancia de los supervivientes del naufragio. La diferencia, desde luego no menor, es que el emigrante Nussimbaum, aunque no tan 'principesco' como su alias Bey, conocía de primerísima mano el mundo que retrataba. Tras el triunfo de los bolcheviques en una caótica guerra civil (1917-1922) que fue mucho más disputada de lo que a veces se piensa, con numerosos bandos en liza y la intervención puntual de las potencias aliadas, tres millones de rusos –los historiadores actuales reducen a la mitad la cifra de la oleada– abandonaron el país para siempre. Los exiliados, dice Bey, formaron una especie de "Estado errante", disperso pero cohesionado por la nostalgia del antiguo régimen, que tenía su capital en París y extendía sus colonias por todo el ancho mundo. Él mismo, junto a su padre, que sería asesinado en Treblinka, había huido de Georgia ante el avance del Ejército Rojo y recorrió las principales mecas de la emigración: de Constantinopla a París y luego Berlín, donde residió hasta la llegada al poder de los nazis. Amenazado por su condición de judío, que no pudo ocultar por mucho tiempo, Nussimbaum encontraría su último refugio en Italia, donde murió y está enterrado.

El de la Rusia blanca era un mundo absurdo e incluso grotesco, pero no exento de grandeza trágica

La radiografía del "hecho blanco" que ofrece Bey está tomada una década después de la salida masiva de Rusia, cuando la consolidación de la URSS empieza a ser evidente para los que aún soñaban con una restauración imposible. Más que el recuerdo del zar, pues entre ellos también había republicanos, el odio al bolchevismo era la sustancia que unía a los desterrados, pero el autor, que desde luego no ahorra invectivas contra los despiadados tiranicidas, imprime a su retrato altas dosis de ironía.

La épica de los inicios, cuando narra la heroica resistencia de la "campaña del hielo" o celebra el arrojo de los cosacos del Don, Kubán y Terek, sin olvidar a los novelescos señores de la guerra o la alucinante experiencia de la Ucrania libertaria, va dejando paso, tras la entrada de los turcos en Estambul, a una descripción del pintoresco universo de la emigración, cerrado sobre sí mismo y desgarrado en cruentas luchas intestinas, impenetrables para las miradas ajenas. Bey celebra la probada lealtad de los rusos blancos a los viejos ideales, pero no oculta el patetismo de hombres y mujeres que vivían, como en el tango, abrazados a un rencor, instalados en la irrealidad de un orden vetusto e irrecuperable.

Incluso en los episodios más abiertamente periodísticos, brilla un narrador que sabe alternar los pasajes conmovedores con otros cómicos o farsescos. A la ya entonces tópica pero no en absoluto infundada caricatura de los antiguos príncipes imperiales reconvertidos en taxistas, conserjes o porteros de local nocturno, se suman impagables escenas como los cochambrosos bailes donde danzan "fantasmas de un tiempo ido", el minucioso adiestramiento de un ejército con más generales que soldados o las rencillas entre facciones de intelectuales irreconciliables, ocupados en dar a las prensas "periódicos y libros que nadie lee". Era un mundo absurdo e incluso grotesco, pero no exento de grandeza trágica.

El relato está lleno de historias maravillosas protagonizadas por pícaros, impostores, mártires y fugitivos

Puede que contenga datos imprecisos o no del todo exactos, pero el relato de Bey está lleno de historias maravillosas protagonizadas por pícaros, impostores, mártires y fugitivos, figuras tan complejas como dramáticas, obsesionadas por el pasado esplendor –o por la oportunidad perdida durante el efímero gobierno de Kerenski– y a menudo dignísimas en su aislamiento. Sumados a los descendientes de los "exiliados románticos" del XIX, como los llamó el gran historiador británico E. H. Carr, a los socialistas contrarios a Lenin que volvieron a salir del país tras el asalto de Octubre y a los que desertaron de la Rusia soviética cuando descubrieron su rostro despótico, los rusos blancos eran la cara más visible de la diáspora.

Su denuncia del terror de la Checa, cuya futura magnitud desbordaría todos los pronósticos, se enfrentaba al pragmatismo de la diplomacia occidental para la que la URSS, que era temida por su inicial vocación internacionalista pero a la vez gozaba de amplias simpatías, era ya un interlocutor de pleno derecho. La evanescente "Rusia del porvenir" quedaba cada vez más lejos, pero los emigrados seguían conspirando y haciendo planes como si el advenimiento que jamás verían –la victoria en la Gran Guerra Patria cegó toda esperanza– aguardara a la vuelta de la esquina.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios