Residente privilegiada | Crítica

Inquieta, apasionada y libre

  • En el año de su centenario, Renacimiento reedita las hermosas memorias de María Casares, donde la actriz hispano-francesa revisó su trayectoria con sensibilidad y excelente escritura

María Casares (La Coruña, 1922-Alloue, 1996) en un fotograma de 'Las damas del bosque de Bolonia' (1945).

María Casares (La Coruña, 1922-Alloue, 1996) en un fotograma de 'Las damas del bosque de Bolonia' (1945).

Marcada por la experiencia del exilio, la vida de María Casares tuvo una importante proyección pública gracias a sus éxitos profesionales, pero más de un cuarto de siglo después de su muerte la fama póstuma de la actriz es indisociable de su tardía condición de escritora. Partícipe de películas memorables como Los niños del paraíso (1945) de Marcel Carné o Las damas del bosque de Bolonia (1945) de Robert Bresson –sus dos primeras apariciones en la gran pantalla– y de otras igualmente emblemáticas como el Orfeo (1950) de Jean Cocteau, la hispano-francesa ejerció durante décadas como gran dama de la escena en la Comédie Française o el Teatro Nacional Popular, donde interpretó obras clásicas y contemporáneas que elevaron su nombre a una dimensión mítica. Buena parte de lo que sabemos de la mujer, sin embargo, tiene que ver con lo que Alejo Carpentier definió como un libro extraordinario, Résidente privilégiée (1980), aparecido un año después en España y nunca hasta ahora reeditado. Aquella traducción, hecha por Fabián García-Prieto y Enrique Sordo para Argos Vergara, ha sido revisada por una especialista en la figura de Casares, María Lopo, que firma la nueva edición de Renacimiento en su imprescindible Biblioteca del Exilio. Publicadas con motivo del centenario de su nacimiento, las memorias de la actriz sorprenden por su calidad literaria y por la originalidad y la ambición con las que aborda el registro autobiográfico.

Casares casi prescinde de los hechos para reflejar el modo en que fueron interiorizados

Hija de Santiago Casares Quiroga, presidente del Gobierno de la República en el momento de la sublevación, María Victoria Casares Pérez –Maria Casarès– había nacido en La Coruña, en 1922, pero marchó al destierro con su madre en noviembre del 36 y no volvió a España, sin contar una escala camino de América, hasta 1976, para representar El adefesio de Rafael Alberti. Fue a la vuelta de ese viaje cuando empezó a redactar unas memorias muy poco convencionales, que no se detienen en el relato de sus logros sino en el arduo camino que recorrió la autora, quien muy significativamente dedica su libro "a las personas desplazadas". Casares evoca con nostalgia la infancia gallega y tampoco olvida la menos grata adolescencia madrileña, pero es el profundo corte que supuso el exilio el que introduce como tema de fondo –casi obsesión en su caso– la compleja identidad de los expatriados. Llegada a Francia con sólo catorce años, la actriz fue una refugiada que no se relacionaba demasiado con sus compatriotas, entre los que su padre, a quien rinde emocionado homenaje, no era una figura popular, y pese a sus dificultades con la lengua prefirió integrarse en la sociedad de acogida. Lo hizo con brillantes resultados, pero le quedó esa sensación de desgarro, que aflora junto a una acusada veta reflexiva en esta narración a menudo elíptica, donde casi prescinde de los hechos –a veces resulta algo oscura, como si los diera por sabidos– para reflejar el modo en que fueron interiorizados por la memorialista, que se presenta como una mujer inquieta, apasionada y libre y relata sus impresiones con una mezcla de inteligencia e insólita franqueza.

Albert Camus, con quien mantuvo una relación de más de quince años, fue el gran amor de su vida

No es por lo tanto el valor testimonial lo más relevante de estas memorias, que pese a ello aportan recuerdos de gran valor sobre los años de la Ocupación, cuando el moho, nos dice, en alusión al color (feldgrau) de los uniformes del ejército alemán, manchaba las calles de la ciudad. Casares no rehusó comprometerse con la Resistencia, pero tampoco presume de sus actividades –junto al grupo de Combat, donde la introdujo Albert Camus– aunque de hecho participara en operaciones de riesgo. El mismo Camus, "padre, hermano, amigo, amante e hijo a veces", con quien mantuvo una fecunda y turbulenta relación de más de quince años, fue sin duda el gran amor de su vida. Se unieron por primera vez la madrugada del desembarco de Normandía y tras una separación motivada por el regreso de Argelia de la segunda mujer del escritor, Francine Faure, retomaron un vínculo que sólo interrumpiría la temprana muerte de este en 1960. Las casi novecientas cartas que cruzaron, reunidas en un volumen de Gallimard (2017) que sigue inédito entre nosotros, o las que le envió a su padre, también editadas por María Lopo, son el otro legado literario de Casares, pero estas memorias bastan por sí solas para admirar la excelente escritura de quien afirmaba que su verdadera patria era el teatro.

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