Poemas | Crítica

La plenitud perdida

  • La espléndida y casi desconocida obra poética de Mary Shelley, en buena medida inédita hasta después de su muerte, ve la luz en una pulcra y hermosa versión de Victoria León

Mary Shelley (1797-1851) retratada por Richard Rothwell (1840).

Mary Shelley (1797-1851) retratada por Richard Rothwell (1840).

Se hace difícil abordar la obra de Mary Shelley, la precocísima autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, sin aludir a la trágica historia de una joven que con sólo veinticinco años había perdido a tres de sus hijos y a su compañero, el poeta que le dio el apellido, muertes precedidas y seguidas por las de otros familiares o amigos de su círculo íntimo. Lo cierto, sin embargo, es que las dramáticas vivencias de su primera juventud han tenido el efecto de opacar el itinerario posterior a la desaparición de Percy Bysshe Shelley, casi tres décadas en las que no dejó de defender la memoria del poeta –no sólo como editora póstuma de su obra– pero tampoco abandonó su propia escritura. En los últimos tiempos se ha reavivado el interés por la figura de Mary Shelley, más allá de la leyenda romántica y de las famosas jornadas de Villa Diodati, como prueban las biografías de Muriel Spark (Lumen) o la más reciente de Fiona Sampson (Galaxia Gutenberg), además de las ediciones de los relatos y novelas que sucedieron a su extraordinaria ópera prima. Lo que no conocíamos –y hablamos de un descubrimiento importante– es su obra en verso, una quincena larga de composiciones que permiten incluir su nombre entre los de los más destacados poetas ingleses de la primera mitad del XIX.

La poeta no sólo era una mujer apasionada, sino también decidida e inteligente

En la breve pero enjundiosa nota a la edición de los Poemas, cuenta la traductora, la también poeta Victoria León, que esta parte de la obra de Mary Shelley ha permanecido en penumbra incluso en su propio país, por encontrarse dispersa en sus diarios o haber aparecido sólo en revistas, en buena medida después de su muerte. Escritos durante las décadas de 1820 y 1830, cuando la poeta se había quedado sola junto a su único hijo superviviente, son poemas en gran parte concebidos para conjurar el sentimiento de desposesión. Pero Mary no sólo era una mujer apasionada, sino también decidida e inteligente, que había recibido una formación heterodoxa y libre y compartió con plena conciencia las ideas inconformistas de sus padres –el filósofo anarquista William Godwin y la pionera del feminismo Mary Wollstonecraft– y los anhelos redentores de su marido, de quien la joven viuda recuerda "el intercambio diario / de nuestros pensamientos, que tanto nos unía". El recuerdo de la plenitud perdida, por lo tanto, se refiere naturalmente al amor, pero comprende asimismo una vertiente intelectual que la poeta desarrolló en un lenguaje poético de alta calidad e indudable personalidad propia.

El "tono menor y confesional" de los poemas se opone a la retórica grandilocuente

Con razón afirma la traductora que el "tono menor y confesional" de los poemas de Mary, "como si hablara consigo misma en un ejercicio catártico y privado", se opone en términos favorables –por su mayor cercanía al gusto contemporáneo– a la retórica grandilocuente de muchos de sus coetáneos de la edad romántica, tan inclinados a las elevadas abstracciones, pero como señala también León no es el registro intimista el único cultivado por la poeta. El tono doliente de "El elegido", la conmovedora elegía que dedicó a Shelley un año después del naufragio que le arrebató la vida –"el cielo es una cripta; toda Italia, una tumba"– se proyecta en otros poemas en los que sobrevuela el "canto fúnebre", una melancolía que apenas admite el consuelo que otorgan la memoria o la contemplación de la belleza solar de los campos de Italia. Pero la colección, pese a su brevedad, contiene también otras modulaciones: la delicada sensualidad homoerótica de "Una escena nocturna", dulce recuerdo de la adolescencia en Escocia; el simbolismo de "La vida es sueño", titulado en el español de Calderón, con su fastuosa recreación de la naturaleza como estado del alma; el fervor neoilustrado de la "Oda a la Ignorancia", poema de ideas a la manera de Shelley, donde Mary fustiga a los enemigos de la "sagrada luz"; el homenaje irónico a un amigo famoso, no otro que el autor de Los últimos días de Pompeya, o una sencilla y encantadora variación de la fábula de Amor y Psique.

Felizmente, accedemos a estos poemas casi olvidados en la pulcra y hermosa traducción de Victoria León, que ha renunciado a la literalidad estricta para recrear, con excelente gusto y mejor oído, los versos de Mary Shelley en heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, de modo que las versiones casi pueden leerse como poemas originales. Se hace en ellas tanto más concerniente lo que la traductora llama, hablando de la poeta, su "sensibilidad en carne viva".

P.B. Shelley (1792-1822) retratado por Amelia Curran (1819). P.B. Shelley (1792-1822) retratado por Amelia Curran (1819).

P.B. Shelley (1792-1822) retratado por Amelia Curran (1819).

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