Patricia Simón | Periodista y escritora

"Deberíamos practicar la amabilidad igual que practicamos con el inglés"

  • La autora publica 'Miedo', un ensayo sobre el recelo a los otros, la desconfianza hacia los pobres y cómo el poder se ha servido del temor como herramienta para sus propósitos

La periodista Patricia Simón, la pasada semana en Sevilla, donde presentó su nuevo libro, ‘Miedo’.

La periodista Patricia Simón, la pasada semana en Sevilla, donde presentó su nuevo libro, ‘Miedo’. / Juan Carlos Muñoz

"Muchos de los temores que hemos empezado a verbalizar durante la pandemia llevaban articulando nuestras vidas, al menos, desde 2008, cuando comenzó la crisis que cambió para siempre nuestros sueños y expectativas", escribe la periodista Patricia Simón (Estepona, 1983) en Miedo (Debate), un soberbio ensayo en el que esta especialista en relaciones internacionales que ha recorrido los escenarios más dispares –Irak, Cuba, el campo de refugiados de Lesbos, EE UU o Mozambique– analiza este mundo extraño en que parecen imponerse el recelo hacia los otros, la desconfianza hacia los pobres, la amargura en la convivencia. "Pero no es un libro triste", advierte Simón, "tiene una parte de reivindicación del amor y de los afectos, de las relaciones humanas, valores que debemos defender desde el periodismo".

–Cuenta en su obra que "siempre había pensado que ser periodista me estaba dando la oportunidad de conocer a personas de una valentía extraordinaria", gente que se rebelaba ante las circunstancias que le habían tocado. Pero un día cayó en la cuenta de que el miedo era un factor importante también en sus vidas.

–Son personas muy valientes, y de hecho me daba rabia que se las presentara como seres sin capacidad de acción, casi arrastradas por el destino. Un día me di cuenta de cómo les había afectado el miedo para dar los pasos que dieron, también reparé en cómo esas personas son instrumentalizadas para dar miedo. Cuando crucé esos dos miedos pude entender mucho mejor lo que nos pasa como sociedad, y lo que nos pasa como individuos.

–El temor, como sería previsible, "no sólo sustenta los regímenes autoritarios, sino que es también una herramienta fundacional y estructural de las democracias liberales".

–Eso se vio con mucha nitidez cuando se declara el estado de emergencia, hubo muchas personas que recibieron con alivio las medidas de confinamiento y de restricción de derechos y libertades. De alguna manera, la democracia, cuando tiene que recurrir al control y al miedo, lo hace, pero en general te da la utopía y el espejismo de la libertad. Y creo que hay muchas personas que se sienten agotadas de tener que tomar decisiones por sí mismas para sobrevivir en este supuesto régimen de libertad. Cuando llegó el confinamiento la gente se quedó en su hogar, y una parte de ella, al toparse con militares en la rueda de prensa, dijeron: ¡Qué bien que alguien tome el control de esta situación! Eso demuestra por qué la gente está abrazando discursos autoritarios, necesita creerse ese discurso inverosímil por el que estas personas que nunca han trabajado, que vienen de familias franquistas, van a dar salida a los problemas de la clase trabajadora. En que hayan aceptado eso juega un papel el agotamiento.

"Deberíamos abordar situaciones como las de la isla de Lesbos desde la complejidad, sin caer en etiquetas fáciles"

–Usted señala una paradoja: vivimos en un país seguro, pero los constantes anuncios de los sistemas de alarmas nos crean una inquietud que no se corresponde con la realidad.

–Sí. Y el periodismo tiene el reto, la obligación, de desmontar esas falacias que se repiten tanto que acaban instalándose en el imaginario popular. Una de las preguntas que yo me hago al respecto es por qué existe tanto miedo cuando hay una tasa de criminalidad tan baja en este país, y la respuesta es porque una de las fuentes de ingresos de los medios, de las televisiones, son las empresas de sistemas de alarmas. En el libro sostengo que ese temor no es fortuito, se ha generado para que nos veamos a todos como potenciales enemigos, potenciales ladrones, que amenazan ese bienestar que hemos alcanzado.

–Se rechaza al extranjero por ser pobre. "De ahí que los que traen dinero", dice, "sean definidos como turistas o expatriados, y los pobres, como migrantes".

–Una historia que me intriga es cómo se puede creer que esa persona que se sube a una patera sin nada, sólo con un móvil por si está a punto de ahogarse y tiene que llamar a Salvamento Marítimo, es la responsable de que los sueldos sean menores que hace 20 años, mientras esas mismas empresas que pagan sueldos más bajos cada vez anuncian con ruido de trompetas y gran algarabía sus crecientes beneficios. Eso tiene que ver con la anestesia en la que vivimos, sorprende cómo aceptamos lo que quieren las multinacionales pero culpamos al que viene de fuera y sin nada de esa desigualdad que están generando las grandes fortunas, tal vez porque no queremos sabernos estafados.

–El libro incluye una cita del escritor Theodor Kallifatides muy reveladora del momento en el que vivimos: "Los pobres habían dejado de ser personas para convertirse en un problema".

–Las migraciones se presentan para la Unión Europea como un problema de seguridad y de defensa, y ese discurso ha calado. Ponemos fragatas en nuestro Mediterráneo y sistemas de defensa militares, y la ciudadanía lo que percibe es que estas personas son invasores, y de los invasores hay que defenderse. Pero aunque el discurso es ése, resulta muy evidente que los necesitamos. Quienes están cuidando a las personas mayores, a los niños y niñas, quienes se ocupan de los trabajos más duros en la hostelería, son personas migrantes. Hay una esquizofrenia en la que nos debatimos: no los queremos, pero los necesitamos, los tratamos como una bolsa de personas desechables, algo que puede desembocar en situaciones muy violentas.

"Es más fácil explotar al migrante cuando se le trata con lástima, si no se le percibe como lo que es, alguien valiente"

–En sus páginas se lee un dato estremecedor: la mayoría de las mujeres que migran son violadas varias veces antes de llegar a su destino.

–Sí, es terrible. En la ruta de México las mujeres se ponen anticonceptivos bajo la piel, intramusculares, porque saben que van a ser violadas, que en un sistema heteropatriarcal parte del peaje lo pagas con violencia sexual. Lo terrible de todo eso es que para algunas mujeres africanas que yo he conocido esa violencia es sólo una más de las que sufren. En muchos casos huyen de la agresividad en sus casas, de la mutilación genital femenina, y vienen aquí buscando derechos. Las percibimos como pobres, y no como sujetos que tienen el arrojo necesario para emanciparse, para que no mutilen genitalmente a sus hijas. Mirándolas así, con lástima, nos sentimos superiores. Es más fácil explotarlas cuando las vemos como gente sumisa que lo que quiere es llevarse algo de pan a la boca.

–Otra cifra chocante que se lee en su libro es que hay unos dos mil centros de detención de personas migrantes en al menos cien países. En la mayoría no pueden entrar los periodistas y se sigue la estela de Guantánamo...

–Muchos de estos centros, además, no están identificados. En Lesbos, donde estuve, destaca el campo de Moria, conocido por todo el mundo, pero luego en la isla hay pequeños centros de detención donde ponen a la gente aislada, en los que no te dejan acceder, donde meten a las personas que llegan en la barcaza en ese momento. Siete tiendas de campaña y un vigilante de seguridad en un risco; otras veinte tiendas de campaña en otro lado… Ahí no está las Naciones Unidas vigilando lo que se está haciendo.

Dos niños juegan en el mar ante el campo de refugiados de Kara Tepe, en la isla de Lesbos, Grecia, en 2020. Dos niños juegan en el mar ante el campo de refugiados de Kara Tepe, en la isla de Lesbos, Grecia, en 2020.

Dos niños juegan en el mar ante el campo de refugiados de Kara Tepe, en la isla de Lesbos, Grecia, en 2020. / Efe

–Usted visitó el campo de Lesbos y relata su experiencia.

–Me interesaba entender qué había pasado allí. Una población que había sido muy hospitalaria en 2015 y abre sus casas, y que cinco años después se presenta por la prensa internacional como racista y votante de opciones de ultraderecha. Cuando llegué allí, me di cuenta de que la gente estaba cansada de sufrir las consecuencias de esa política de cierre de fronteras. Habían sido hospitalarios, pero veían que sus olivos eran talados porque las personas tenían que cocinar y comer y necesitaban la leña. Te decían: Yo entiendo que corten el olivo, yo lo haría, ¿pero por qué tenemos que pagar las consecuencias de Bruselas? Eran conscientes de que desde Europa se genera un discurso de la invasión, en el que 10.000 personas, que era lo que había en Moria, se convierten en el gran problema de un continente de 500 millones de habitantes. Para eso hace falta magnificar el riesgo: los encierras, conviertes una isla en una cárcel, y ahí empiezas a ver la fricción. Lo que tenemos que hacer los medios de comunicación es abordar el problema desde la complejidad, desde el respeto de querer entender qué está pasando en ese contexto para que la gente se comporte de una manera que nos parece irracional. No decir que alguien es malo y racista y conformarse con el reduccionismo de las etiquetas. La gente, desde fuera, se escandaliza: Es que los griegos fueron refugiados, y los españoles también. ¿Por qué se están comportando así? Porque tienen miedo a perder lo poquito que han conseguido. Es comprensible.

–Cuenta que muchas multinacionales abren supermercados cerca de los campos de refugiados, y adaptados al gusto de estas personas.

–A mucha gente le llama la atención, y me parece significativo de cómo el capitalismo se adapta a todo, le importan también los miserables porque son centenares de millones en el mundo. Si hay gente que necesita diez kilos de azúcar para su té, se preocupan por hacer los sacos especiales para que los compren en el campo de refugiados. Eso provoca también tensiones en la población local. En Lesbos se quejaban, si por lo menos nos compraran a nosotros, lamentaban, pero el único que se beneficiaba ahí era una empresa alemana.

"Hay que acompañar a los adolescentes para que sepan que no están solos. Eso falta en el discurso público”

–En otro capítulo dedicado al miedo a la soledad, el dependiente de un asador de pollos se le quejó de la agresividad y la mala educación que los clientes habían desarrollado con la pandemia. Es hermosa la definición que usted hace de la amabilidad, el "reconocimiento de la dignidad del otro".

–Sí, yo creo en la amabilidad como una ética pública compartida. La herramienta más potente que tenemos que es la palabra, y si nos cuidamos, puede romper esta crispación y polarización. Lo que ocurre es que la pandemia nos exacerbó todos esos temores. El miedo es un mecanismo muy eficaz, físicamente nos transforma, psicológicamente también, nos pone a la defensiva. Y la amabilidad consigue romper esa coraza, y creo que quienes estamos en posiciones en las que podemos conservar un poco más la serenidad tenemos que hacer el ejercicio de practicarla como el que practica, no sé, el inglés. Yo me di cuenta de la importancia de la cortesía en Francia. Allí podían ser muy bruscos, pero el buenos días, buenas tardes y el gracias te hacía más agradable la vida.

–Hasta ahora, como usted explica en su trabajo, los medios de comunicación evitaban hablar de los suicidios para que nadie imitara a las víctimas. Pero esa resistencia está cambiando.

–Sí. Este verano tuve la oportunidad de participar en A vivir que son dos días con Lourdes Lancho, y el último de los programas lo dedicamos al miedo a vivir, con adolescentes que habían tenido pensamientos suicidas. Había una chica que yo conocí cuando ella tenía 18 años y yo 28, de la que yo sabía que había tenido problemas de depresión, y algo me hacía intuir que eso había ido a más. La llamé y le dije: María, porque se llama así en el libro, te voy a hacer una pregunta muy rara, pero voy a abordar esto y me gustaría saber si tú tuviste depresión... Y me dijo: No, no, yo me pasé seis años autolesionándome y pensando en suicidarme de todas las maneras posibles. Ella lo que explicaba muy bien, y se volcó con el libro, es que echó en falta en ese tiempo a alguien le hubiese dicho: Tú tienes ganas de dejar de sufrir pero no te quieres morir. Eso lo encontró en un foro muy específico, porque en los medios, hasta hace nada, como decíamos, no se hablaba del tema. Es normal y legítimo tener esos sentimientos cuando eres adolescente y nada te da señales de esperanza, y hay que acompañarlos para que sepan que no están solos y para que salgan de la tristeza. Eso faltaba, y falta, en el discurso público.

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