Cultura

La música del cuerpo

  • 'EL ARTE DE LA DANZA Y OTROS ESCRITOS'. Isadora Duncan. Edición de José Antonio Sánchez. Akal. Madrid, 2016. 192 páginas. 19 euros.

Cómo explicar el extraño candor, la viva inocencia que se atesora en estos escritos de Isadora Duncan. Y cómo entender el formidable éxito de la danza a primeros del XX, cuando brillan, junto a la Duncan, Ruth St. Denis, Loie Fuller, Josephine Baker y aquella joven holandesa, Margaretha Zelle, más conocida como El Ojo de Shiva, la enigmática e infortunada Mata-Hari. Una primera aproximación nos llevaría a decir que el XIX fue el gran siglo de la música, y que la danza no será sino la prolongación humana, la plástica ulterior, de aquella fantasmagoría rítmica. Una aproximación más detenida debiera llevarnos, sin embargo, a un uso particular del concepto de lejanía. Una lejanía geográfica en el caso de los bailes exóticos de St. Denis, de Baker y Mata-Hari, y una lejanía temporal en las danzas griegas que ejecutó la Duncan con libérrimo criterio.

Podríamos decir, para el caso de Isadora Duncan, que su arte hizo un uso sentimental de la Antigüedad (de lo que Duncan entendió que era la Antigüedad, comenzado el XX), de igual modo que el XIX había traído una interpretación lírica y misteriosa de las ruinas griegas, y el XVIII de Winckelmann hará una lectura estética, pero también política, del legado clásico. En estos textos, de una extraña puerilidad, pero llenos de una sutil inteligencia, Duncan llegará a planteamientos cercanos a Kandinsky, cuando aluda a un idioma propio para su arte y a una traducción expresiva, rítmica, del interior humano. En cualquier caso, esta comunión entre el hombre y el arte, entre Naturaleza y cultura, Duncan no la encontrará en la geometría, sino en el mundo pagano y en una ideal adecuación entre las funciones humanas y su manifestación artística.

Con lo cual, estamos todavía en la exigencia de "una noble sencillez y una serena grandeza", postulada dos siglos atrás por su admirado Winckelmann. Y sin embargo, aquella sublimación de la Naturaleza, aquella idealidad franca e indolora, no era ya la de la severa norma dieciochesca. Se trataba, por contra, de una vaga y urgente espiritualidad, que había encontrado en la Hélade el penúltimo destello -un giro sentimental- al magisterio romántico.

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