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El mono en el teclado

  • Impedimenta continúa su inmersión en el mundo de Stanislaw Lem con 'La voz del amo', una de las grandes novelas del autor.

Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006), en una imagen de 1966.

Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006), en una imagen de 1966. / .

En torno a la biografía de Philip K. Dick (con permiso de Emmanuel Carrère) cunden por igual la certeza y el mito, pero si hay algo que podemos dar por bueno de cuanto se ha escrito sobre él es la admiración que profesó siempre por Stanislaw Lem (Leópolis, 1921 - Cracovia, 2006). Más aún, su obsesión por el escritor polaco llegó a ser enfermiza, lo que por otra parte encaja como un guante en la confusión de talento e inestabilidad de la que dio cuenta el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?: rendido ante la calidad de novelas como Solaris y Ciberíada, Dick sostuvo que Lem no podía ser un único escritor y que bajo su nombre debían operar varias eminencias de forma coordinada. Incluso llegó a afirmar que el apellido LEM era en realidad el acrónimo de alguna organización secreta que pretendía influir en EEUU desde Europa del Este a través de la ciencia-ficción, lo que llegó a cobrar tintes peliagudos cuando el éxito de Lem se hizo incontestable desde Nueva York a San Francisco en los años 60. Es bien sabido que Stanislaw Lem fue despojado de su título de miembro honorífico de la Asociación Americana de Escritores de Ciencia-Ficción en 1976 cuando manifestó que la calidad del género en EEUU era pésima; pero hizo una excepción, la de Philip K. Dick, al que consideraba un gran escritor; y éste, lejos de interpretarlo como un halago, se vio señalado por potencias invisibles del otro lado del Telón de Acero con los consecuentes ataques de pánico. Como rasgo descriptivo, insisto, esta historia conecta sin reparos con la imaginación febril de Dick, cuya explicación de la transustanciación (Carrère la contó con pelos y señales en El Reino) habría firmado Lem sin dudarlo; pero en el fondo resulta bastante realista si lo que Dick pretendía, como no es difícil intuir, era dar cuenta del tamaño monumental de Lem dentro de la literatura de su siglo.

Precisamente, si hay un libro de Lem que necesariamente parece escrito por varias manos, ése es sin duda La Voz del Amo, presentado en España en anteriores ediciones como La voz de su amo (en correspondencia con el sello gramofónico His Master's Voice) y recuperado ahora con el nuevo título (que también tiene sus razones) por Impedimenta, como prolongación de su colección dedicada al autor. Lem publicó esta novela en 1968, cuando ya era un escritor reconocido en medio mundo gracias principalmente a Solaris (1961) y los Relatos del Piloto Pirx que habían aparecido poco antes, pero en La Voz del Amo imprime un cambio de rumbo importante a su narrativa. En esta ocasión los seres humanos no surcan el espacio en busca de otras inteligencias, sino que las encuentran aquí, en la Tierra. Tras un prólogo que recrea la estrategia cervantina del manuscrito encontrado, fechado en 1996, el protagonista resulta ser el matemático estadounidense Peter Hogarth, un cínico investigador que narra los acontecimientos en primera persona. Hogarth es reclutado por el Pentágono y enviado a un secreto enclave del desierto de Nevada donde un equipo trabaja en la interpretación de lo que parece ser un mensaje enviado por una civilización extraterrestre. Si en Los astronautas (1951) se daba una circunstancia similar en la que los terrícolas comprendían sin dificultad una advertencia alienígena, aquí sucede justo lo contrario: el mensaje en cuestión llega encriptado en una emisión de neutrinos procedente de la constelación del Can Menor, de una densidad altísima y cuyo contenido se revela indescifrable. Los mayores expertos del planeta en todas las disciplinas científicas y lingüísticas trabajan concienzudamente en la traducción de la señal, que Hogarth compara con un rompecabezas creado por una banda de monos que teclearan furiosamente en máquinas de escribir; la posibilidad de interpretar lo que los extraterrestres quieren decir es directamente proporcional a la de que un texto escrito por uno de estos monos, de pronto, tenga sentido. Para colmo, tras la creación de ciertos protoplasmas a los que creen llegar los expertos siguiendo las directrices del mensaje (y a los que bautiza Lem con su insobornable sentido del humor: Huevos de rana y El señor de las moscas), todo apunta a que lo que en realidad se oculta ahí son las instrucciones para fabricar una bomba de fisión.

En las páginas de La Voz del Amo, leídas con una hipnótica cadencia sustentada en el descreído tono con el que Hogarth narra los no acontecimientos (toda la novela se desarrolla en pos de una explicación que, conforme se avanza, parece cada vez más improbable), Lem vierte una abultada erudición matemática, física, filológica, semiótica, astronómica y biológica que no contribuye precisamente a hacer de la experiencia una lectura ligera, si bien se establece como regla del juego fundamental. Considerado a finales de los 60 como un escritor humorístico por algunos críticos y como un autor de novelas juveniles por otros, Lem se reivindica a sí mismo como un intelectual humanista. Por eso, La Voz del Amo sienta un precedente revelador a la producción ensayística borgeana que comenzará en 1971 con Vacío perfecto, el volumen de reseñas de libros inventados (y que también recuperó Impedimenta, dentro de su edición de la Biblioteca del Siglo XXI, junto a Magnitud imaginaria y Golem XIV; el proyecto quedará próximamente completado con el lanzamiento de Provocación, cuarto y último título del catálogo). Un Lem filósofo y escrutador sale al encuentro, aunque, curiosamente, su entrega posterior a La Voz del Amo fue, ya a comienzos de la década de los 70, Diarios de las estrellas, el delicioso y lúdico libro de relatos con el que nuestro hombre rindió su particular tributo a Jonathan Swift. Todavía en La Voz del Amo admite Hogarth sentirse como un hombre de las cavernas que encontrase los planos de una catedral gótica. ¿Qué se supone que tendría que hacer con ellos? En este aspecto, la novela se aproxima en sus presupuestos al Picnic a la vera del camino que en la URSS facturaron los hermanos Strugatski en 1977, si bien su resolución todavía resulta mucho más amarga y cargada de ironía. El mono que aporrea el teclado es el mismo que se dispone a conquistar el cosmos. Y sí: tal vez algo, por suerte, tenga sentido.

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