Mejor la destrucción | Crítica

Arde, memoria

  • Manuel García, granadino afincado en Sevilla, escritor y editor del sello Point de Lunettes, entrega en su nuevo poemario una crónica histórica y lírica sobre la destrucción de libros

Grabado inspirado en el incendio de la legendaria Biblioteca de Alejandría.

Grabado inspirado en el incendio de la legendaria Biblioteca de Alejandría. / D. S.

Si hubiera que resumir este libro usando cincel sobre alabastro, diríamos que "mil veces es mejor que la luz toda de Dios la oscuridad de la ceniza". Son los dos últimos versos del poema que Manuel García (Huéscar, Granada, 1966) dedica a la muy sufrida Biblioteca de Alejandría.

El de Alejandría es tal vez el icono de los bibliocaustos ocurridos en la historia. En el año 48 Julio César asedió la ciudad helénica, cuya biblioteca albergaba el poso cultural que promovieron los Ptolomeos, sucesores de Alejandro Magno. En el año 391, con el sí de Constantinopla por parte de Teodosio el Grande, el patriarca Teófilo ordenó quemar el Serapeo, que había albergado los libros salvados del asedio de Julio César y de otros avatares posteriores. Ya en el siglo VII, el califa Omar ibn al Jattab echó el último cerillo a la maltrecha joya. Dijo que si los libros de Alejandría no añadían más que lo escrito en el Corán eran inútiles, y si contenían algo añadido, entonces eran peligrosos.

El poeta y editor del sello Point de Lunettes, también bibliófilo y catador de crepusculares tabernas, nos deja en Mejor la destrucción una crónica histórica y lírica sobre la destrucción de libros. A veces no fue la ira ni el odio la causa de la llamarada. Otras veces el fuego lo propició el ego o un rapto de locura neroniana. O bien, como reza el título (tomado de hecho del poema Limbo de Cernuda), un ajuste de cuentas contra la frivolidad en la cultura.

Quien ha leído ya a Manuel García (Poemas para perros, De bares y de tumbas, La sexta cuerda, Manuel de cordura o el más reciente Es conveniente pasear al perro), sabe de antemano dos cosas. Por un lado, el acierto de los títulos, que lleva al disfrute del contenido. Y, por otro, el uso doctoral que el poeta, hijo al cabo de la tradición, hace de las variadas formas métricas.

Aparte del cernudiano guiño, el libro debe su razón al malogrado profesor y escritor Rafael de Cózar, quien falleció trágicamente mientras intentaba rescatar su biblioteca de un incendio ocurrido de madrugada en su casa. Manuel García catalogó lo que quedó de aquella calcinación. De un incendio en frío, pasado el tiempo, lo que queda a la vista impresiona por el cuadro ténebre: el fundido en negro, el olor, la conmovedora belleza de los restos. Sonetos encadenados sirven de homenaje a Cózar.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

Parte de los bibliocaustos que el autor recoge aquí los habíamos conocido antes por la estupenda Historia universal de la destrucción de libros de Fernando Báez. No podía faltar la pira nazi de 1933, auspiciada por el gran lector que fuera Goebbels (Heiddeger animó a sus alumnos a echar al fuego los libros de Husserl). Asimismo, un poema escrito por granaínas evoca la quema de libros nazaríes ocurrida en la plaza Bib-Rambla (1499) y ordenada por el cardenal Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá y promotor de la llamada Biblia Sacra Polyglota. Y es que aunque el libro no hable de otros doctos cacúmenes, de Platón a Descartes fueron muchos los filósofos y escritores que han hecho cierta la provocativa cita de Steiner ("las humanidades no humanizan").

Nos resulta curiosa la quema de cartas y manuscritos de Emilia Pardo Bazán que ordenó en 1938 doña Carmen Polo de Franco. Manuel García evoca este episodio a través de la métrica tradicional gallega (estrofas paralelísticas). Al siglo III a. C. se remonta el gran bibliocausto causado por el edicto del emperador chino Qin Shi Huang, quien pretendió, como dulce colofón, dar sepultura a los intelectuales.

Manuel García centra su crónica poética, libresca y heterodoxa en otros tantos sucesos históricos. Así, el poema Para la libertad recuerda el incendio de la biblioteca del Louvre causado por los comuneros del París de 1871. Antes, en la ilustrada Francia, los revolucionarios editaron con piel humana, extraída de aristócratas guillotinados, un ejemplar de la Constitución francesa de 1793.

Dicho sea irónicamente, honroso nos parece para el poeta agraviado, el griego Yannis Ritzos, la orden del dictador Metaxas de meterle fuego a sus libros a los pies del egregio templo de Zeus en Atenas. Más hermoso fuego fatuo no puede haber. Por otra parte, no hay que olvidar el bombardeo con proyectiles de fósforo de la Biblioteca Nacional de Bosnia llevado a cabo durante el cerco serbio a Sarajevo en agosto de 1992. Recitador de Shakespeare, sensible maestro y asiduo a esta misma biblioteca fue el profesor Nikola Koljevic, uno de los serbios que, no obstante, alentó el cerco sarajevino y provocó el incendio de millares de libros (incunables y rarezas bibliográficas entre ellos).

Citamos, por último, otra hebra de poemas que integran el libro a modo de intermezzo y autobiografía. La materia de los sueños, Celebremos los endecasílabos de Garcilaso o Vuelo Sevilla-Berlín son, entre otros, poemas que parecen derivados de una incineración a voluntad. La del propio Manuel García.

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