Libros de 2019 | Especial Navidad

La novela mayúscula

  • Mariana Enríquez ha jugado a construir un mamotreto de dimensiones decimonónicas, con todo lo que de maravilloso y terrorífico ello conlleva, y en el empeño ha logrado una de las mejores novelas del año

La escritora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973).

La escritora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). / Marta Pérez (Efe)

La gran interrogante consistía en saber cómo Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) iba a aplicar la sabiduría acumulada en sus dos excelentes libros de cuentos, Las cosas que perdimos en el fuego (2016) y Los peligros de fumar en la cama (2017, aunque aparecido por primera vez en 2009) y de nouvelles, que no novelas del todo, como Chicos que vuelven (2010) y Este es el mar (2017), al ámbito de un relato mucho mayor, desafiante, casi de dimensiones bíblicas. Porque sabemos de sobra que las dotes necesarias (suficientes) para dominar el medio de la narración breve (condensación, elipsis, atmósfera, intensidad) no son forzosamente las mismas que las que precisa el escritor de novelas, y todos tenemos en mente los nombres de media docena de víctimas que se rompieron la crisma al tratar de saltar, de balcón en balcón, en una dirección o la otra, de un formato al de enfrente, por mor, seguramente, de las conveniencias del mercado. Para no andarnos con más intríngulis, creo que podemos descartar que éste sea el caso de Mariana Enríquez.

Porque, amén de cuentista de primera, ha demostrado ser, en Nuestra parte de noche, a la que no dudo en saludar como el título más importante del año, una novelista de idéntica categoría. Repito que las destrezas exigidas en uno y otro género, el corto y el largo, son diferentes, y los peligros que acechan al escritor de brevedades que de repente amplía el campo, legión: el diseño de personajes mayores que una estampa, que no se agoten a las pocas páginas; la conversión de una anécdota en trama, con su presentación, nudo y desenlace; la organización de episodios en una escala dramática, más allá de su yuxtaposición aleatoria como de flores en un álbum; la simetría arquitectónica de partes y todo, porque un edificio puede ser exótico, o raro, o monstruoso, o anodino, pero debe, ante todo, proteger del viento y la lluvia: y Enríquez salva todos esos escollos con talento. Lo suyo es una novela monumental, desaforada en muchos aspectos, con esa solidez de caracteres, fondos y escenas que caracteriza a las grandes novelas de antaño, a cuyas ediciones en cuero se asocia la Literatura con mayúscula.

Para más inri, se trata de una novela fantástica. Matizo: un cuento de terror, con magia, brujas, maldiciones, casas encantadas y fantasmas que no sucumben al olvido de los vivos. Material todo que la cultura oficial suele condenar a la segunda división del mal gusto, al arrabal de la cultura popular o del pantalón corto, pero que la autora defiende con un valor admirable, sin complejos de ningún tipo, aliñándolo con otra clase de ingredientes que sí merecerán el beneplácito de la policía literaria. A partir de una saga familiar de médiums, hechiceros y terratenientes argentinos iniciada en las postrimerías del siglo XIX y prolongada a todo lo largo del XX, Enríquez explota alegremente el imaginario de Lovecraft, Stephen King, Shirley Jackson, Robert Aickman, Clive Barker y muchos otros próceres del género fantástico, y le añade recuerdos de infancia y datos de la crónica social de su país en el tiempo en que transcurre la acción: así obtiene un producto personalísimo, un extraño retrato de la realidad que supera a la realidad por atroz y consistente.

Portada de la novela. Portada de la novela.

Portada de la novela. / D. S.

El universo de Enríquez es y no es el de la procelosa Argentina de los últimos cien años. Coincide con el oficial en las vastedades del norte, en la salvaje frontera con la selva, en los latifundios y la riqueza fácil de los grandes inversores, en la desigualdad social, el patrioterismo, la liturgia del fútbol, las sinrazones políticas, los genocidios, los crímenes espantosos y ocultos; le añade crueldad, le añade un terror malsano, vinculado con la tortura y el dolor gratuito, que bebe de la misma fuente de sus peores efemérides históricas; le añade, también, tristeza, la ternura callada de la vida doméstica, y un agudo sentido de la poesía que no se permite desfallecer ni en los momentos más crudos, que abundan. Hay mutilaciones, pesadillas, alaridos y sangre, sí, pero también padres e hijos, también cigarrillos en cuartos a media luz, también amistad y confianza en el futuro, y, aunque resulte paradójico entre semejantes paisajes de huesos y niebla, una preocupación sincera por el destino de sus protagonistas.

Las únicas objeciones que podrían plantearse al resultado final, relacionadas tal vez con cierto exceso de páginas (no pasaría nada, cierto, si se omitiera la parte relacionada con el pasado de los personajes en el Londres de los años 60), no empaña ni muchísimo menos la enormidad de sus logros. Básicamente uno: Enríquez ha jugado deliberadamente a construir un mamotreto de dimensiones decimonónicas, con todo lo que de tremendo, maravilloso, admirable y terrorífico ello conlleva, y lo ha conseguido con éxito. Colándoles a los suplementos, además, un cuento de monstruos y varitas mágicas, ese tipo de páginas que ellos suelen limitarse a mirar de lejos, mientras fruncen la nariz.

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