De libros

El eterno retorno

  • La doble reaparición de Patrick Modiano tras recibir el Nobel, con una novela y una obra de teatro, muestra su fidelidad a los temas y los modos que caracterizan a su gran literatura

El escritor francés Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), ganador del Nobel de Literatura en 2014.

El escritor francés Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), ganador del Nobel de Literatura en 2014. / d. s-

No por recurrente menos fundada, la afirmación de que todos los libros de Modiano son variaciones del mismo libro, concebidas por el autor como sucesivos asedios a sus orígenes familiares, a su prehistoria literaria y a las evoluciones de su país entre los años negros y la década de los 60, vale también para sus dos últimas entregas, publicadas en 2017 y disponibles ahora en Anagrama -que ha aprovechado para rescatar el guión de Lacombe Lucien- de la mano de su traductora habitual María Teresa Gallego Urrutia. Son obras muy distintas en la forma y evidentemente en el género, pero ambas remiten a la primera juventud de Modiano y recrean sus perplejidades y obsesiones, los "recuerdos durmientes" de un escritor -identificado con el narrador o con el personaje de la pieza, en ambos casos llamado Jean, uno de sus nombres en la ficción- y sus vacilantes "comienzos en la vida", marcados por el oscuro pasado de los padres y por la soledad en que transcurrió su infancia y adolescencia, de las que él mismo ha hablado en obras abiertamente autobiográficas como Libro de familia y sobre todo Un pedigrí, verdadera clave de bóveda de su universo narrativo.

"Tuve la certidumbre de haber vuelto al pasado por un fenómeno que podríamos llamar el eterno retorno o, sencillamente, para mí el tiempo se había detenido en determinado período de mi vida", dice el Jean de Recuerdos durmientes, del que ya conocemos su confinamiento en distintos internados, su condición de "estudiante fantasma", los trapicheos como "corredor de libros", la gélida relación con unos progenitores que no quieren verlo ni en pintura, el deseo permanente de huida, la sensación de irrealidad o de estar como atrapado en un sueño, la afición a las ciencias ocultas -El eterno retorno de lo mismo es también el título de una de sus obras predilectas- o la fascinación por los "misterios de París" y por ese "mundo viejo" en el que aún permanecían las calles y las tiendas antiguas, mucha gente vivía en habitaciones de hotel y se pasaba el día en los cafés, en los cines o en los parques. Medio siglo después, el narrador recuerda al joven que fue en el nebuloso "tiempo de los encuentros", fortuitos con personas anónimas, cuyas conversaciones aportan a veces datos reveladores, o repetidos con otras que se cruzan en el camino y no dejan por ello de ser desconocidas, aunque familiares para los devotos de Modiano: el traficante ruso del mercado negro y su hija nunca vista, otro al que llamaban el cónsul porque bebía tanto -leemos en Un pedigrí- como el personaje de Malcolm Lowry, el "maestro místico" Gurdjieff y una serie de enigmáticas mujeres con las que el joven entabla lazos ambiguos. Junto a una de ellas, perteneciente al grupo de los "noctámbulos", Jean se verá implicado en una muerte por "accidente" que da a las últimas páginas de sus Recuerdos, como a tantas otras de Modiano, un aire de novela negra.

De eterno retorno habla también el Jean de Nuestros comienzos en la vida, brillante pieza de un solo acto que combina la autoficción, la metaliteratura y el teatro dentro del teatro. Son de nuevo los años 60 y la novia de este Jean, escritor principiante, encarna al personaje de Nina en La gaviota de Chéjov, en la que de algún modo se proyectan sus destinos y los de la madre también actriz del primero y su segundo marido, dos artistas fracasados que acosan a los jóvenes, envidiosos de sus triunfos venideros. Un magistral juego de tiempos permite a Modiano evocar sus figuras incluso después de muertas, cuando reaparecen como sombras dolientes, y proyectarse hasta el futuro en que escribirá la obra que estamos leyendo. Todo es pérdida y al mismo tiempo nada se pierde del todo. El raspado del tablón de anuncios rescata los carteles de funciones pretéritas y en el escenario, convertido en "caja de resonancia", se oyen las voces de los actores del pasado. De igual modo en Recuerdos durmientes la reiterada imagen del plano eléctrico del metro, donde las estaciones y los transbordos se marcan con líneas luminosas, semejan los hitos de un itinerario envuelto en brumas. Bastaría con apretar un botón para revivirlo: personas y objetos extraviados, piezas de un puzle incompleto, señales de caminos que ya no existen, nombres que tiran de otros hasta conformar, hasta donde ello es posible, la atmósfera siempre esquiva del tiempo recobrado.

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