El Rastro | Crítica de libro

La vida de las cosas

  • Largamente proyectado, el ensayo de Andrés Trapiello sobre el Rastro combina de modo magistral la inquisición erudita, la memoria personal y la divagación estética

Andrés Trapiello en El Rastro hacia 1990.

Andrés Trapiello en El Rastro hacia 1990. / Juan Ballester

Tenía ya Andrés Trapiello muchas páginas dedicadas al Rastro, especialmente en sus diarios donde el autor suele contar no tanto los hallazgos, que a veces también, como los episodios asociados a sus visitas o las historias escuchadas en cientos o miles de domingos desde que hace cuarenta años, siempre a primerísima hora de la mañana, empezó a frecuentar con casi infalible regularidad el viejo mercado madrileño, un mundo dentro del mundo que ocupa un lugar especial en su vida, en su obra y en lo que llamaríamos su filosofía. El Rastro es, de hecho, junto con las estancias familiares en Las Viñas, las perplejidades de la vida literaria o los viajes del año en curso, uno de los motivos recurrentes del Salón de pasos perdidos, pero de algún modo nos debía, o mejor dicho le debía al propio enclave, un libro específico donde dejara constancia de una devoción que ha influido tanto, también, en su idea de la literatura. Ya podemos leerlo y hay que decir que se trata de un libro extraordinario, sin duda llamado –como afirma, por una vez con razón, la publicidad editorial– a convertirse en clásico.

La evocadora prosa de Trapiello está tan llena de historias como el escenario que retrata

No lo es sólo por su factura, pero esta, de nuevo, luce espléndida, claramente emparentada con otros trabajos mayores de Trapiello y en particular con dos que han marcado sendas cimas en la literatura ensayística de las últimas décadas: el justamente reconocido Las armas y las letras, un libro capital a la hora de enfrentar sin prejuicios ni anteojeras las relaciones entre los escritores y la Guerra Civil, y el menos conocido pero igualmente valioso Imprenta moderna, donde el autor –desde antiguo editor, amante y buen conocedor de las artes gráficas– exploró la tradición tipográfica española desde el último tercio del XIX. En ambos, como ahora en El Rastro, contó Trapiello con la colaboración de su amigo el tipógrafo Alfonso Meléndez, viejo compañero de faenas cuyo excelente trabajo podemos celebrar, por ejemplo, en muchas de las cubiertas de Pre-Textos y Renacimiento, no en vano los respectivos editores de ambos sellos, Manuel Borrás y Abelardo Linares, son también cómplices y amigos. Un aire de familia hermana a los tres títulos que comparten, en lo formal, el exquisito diseño, los tipos rojos y negros y el hecho de estar generosamente ilustrados, con extensos pies de fotos que retoman o amplían pasajes del texto para proponer, en diálogo con las imágenes, un relato paralelo.

La vinculación entre ellos, sin embargo, trasciende el diseño. Como dice el mismo Trapiello, sin esos incontables domingos en el Rastro no habría podido acceder a las ediciones que le permitieron enfrentar el ejercicio de relectura del que nacieron los libros citados y otras muchas aproximaciones referidas, sobre todo, a la llamada Edad de Plata de nuestra literatura, en la que el autor sigue buscando las huellas prestigiosas o desatendidas, mayúsculas o ínfimas, de lo que Miriam Moreno Aguirre ha llamado, en su reciente y premiado estudio sobre la obra de Ramón Gaya, otra modernidad. El Rastro ha sido, en efecto, la verdadera escuela de Trapiello. En los puestos de la antigua almoneda ha cursado a lo largo de estos años los estudios superiores de literatura, edición y tipografía, con maestros venerados como Juan Ramón Jiménez –al que tanto ha hecho por devolver al lugar de primacía que le corresponde– y condiscípulos como su íntimo Juan Manuel Bonet, "que lo ha encontrado casi todo", fiel acompañante durante décadas de pesquisas a quien el libro está inevitablemente dedicado.

Foto de Carlos Saura (1961) para la reedición de 'El Rastro' (1914) de Ramón Gómez de la Serna. Foto de Carlos Saura (1961) para la reedición de 'El Rastro' (1914) de Ramón Gómez de la Serna.

Foto de Carlos Saura (1961) para la reedición de 'El Rastro' (1914) de Ramón Gómez de la Serna.

Si hablamos de los precedentes o de la huella del Rastro en la literatura, es obligado referirse a la magna obra homónima de Ramón Gómez de la Serna, publicada en 1914 cuando el autor, antes de abanderar el ramonismo, contaba sólo veintitrés años. Trapiello analiza y elogia su singularidad –aunque sea "más un libro sobre Ramón que sobre el Rastro"– y el hecho de que prefigurara, a la genial y desmadejada manera característica del madrileño, el tono de las vanguardias antes de su nacimiento, pero recoge además muchos otros testimonios históricos y literarios como los aportados por Cerdonio, Madoz, Mesonero, Fernández de los Ríos, Galdós, Baroja –este último en su memorable novela La busca, primera entrega de la trilogía "La lucha por la vida", emulada por Blasco Ibáñez en La horda–, Gutiérrez Solana o Arturo Barea. Los hay asimismo periodísticos, pictóricos o fotográficos –especialmente interesantes los de Eduardo Dea o Carlos Saura– y de todos ellos, también de las películas, como la maravillosa Domingo de carnaval de Edgar Neville, da cuenta este ensayo tan evocador y lleno de historias como el escenario que retrata. Hay, desde luego, junto a la inquisición erudita, mucho de crónica personal en estas páginas, pero en otros momentos –como en los mejores del Salón, enaltecidos por una prosa de alta intensidad lírica– predomina la divagación estética. Porque Trapiello, que rechaza la etiqueta de bibliófilo, no trata sólo de los libros de lance o mejor dicho los incluye en una categoría mayor, la de las cosas viejas.

Los temas se confunden en un discurso que proclama el encanto de los objetos con aura

Siguiendo la estructura trimembre del subtítulo, un capítulo, el primero, esboza una "Breve historia del Rastro" y recorre también su cambiante morfología, siempre en torno a la Ribera de Curtidores desde la que se expande como abanico o raspa de pescado, con el clavo o la cabeza en la plaza de Cascorro. Otro, el que ensaya una "teoría del Rastro", encadena las "meditaciones y conjeturas" en un sentido más panorámico –teoría conserva aquí el original significado griego– que propiamente especulativo, pues emprende el camino de las cosas a las ideas y no a la inversa. La "práctica", en forma de "Intermedio sentimental", ocupa el tercero y más abiertamente autobiográfico, donde Trapiello aprovecha para reivindicar la citada labor de relectura del canon que él y Bonet, gracias al inexplorado filón que ofrecían los puestos del Rastro, abordaron desde los ochenta. Este capítulo cierra con una preciosa relación de "objetos y cosas", de valor más sentimental que pecuniario, encontrados a lo largo de los años, una suerte de autorretrato indirecto que enlaza perfectamente con el último, "Iluminaciones", donde se alternan fotos propias y sus comentarios con una antología de pasajes del Salón. Así enunciado, el contenido parece muy precisamente delimitado, pero en la lectura los temas reaparecen y se confunden en un solo discurso que apela a Benjamin o a Remo Bodei –a su ensayo La vida de las cosas– para proclamar el encanto insustituible de los objetos con aura.

Para explicar la diferencia entre La busca de Baroja y La horda de Blasco, dice Trapiello que la segunda novela, siendo más minuciosa, carece de poesía. Y es eso mismo, que puede faltar en los nobles establecimientos de los anticuarios pero aparece a veces entre el miserable género de los buhoneros, lo que persigue y transmite este libro con el que su autor ha pagado una deuda de gratitud. La tenía pendiente y lo ha hecho –de ahí la nuestra– con la mejor moneda.

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