Isabel y Essex | Crítica

Un drama isabelino

  • Renacimiento publica 'Isabel y Essex', obra del malogrado Lytton Strachey, integrante del célebre grupo de Bloomsbury y autor, no menos célebre, de 'Victorianos emientes' y 'La reina Victoria'

Lytton Strachey junto a  Virginia Woolf

Lytton Strachey junto a Virginia Woolf

Nos separan de Strachey su obsequiosa retórica y un nacionalismo ardiente, propio de aquella hora, gobernada aún por el viejo dictamen de Renan y su adagio funesto y deletéreo: “Una nación es un alma, un principio espiritual”. Nos unen a él, no obstante, dos cualidades contemporáneas al propio Strachey: una firme voluntad de ligereza y el perspicaz psicologismo que también ensayaría en su más célebre biografía: La reina Victoria, publicada ocho años antes que este Isabel y Essex (1928), donde el aparato histórico y erudito actúa en servicio de un amor infausto, romantizado con devota eficacia.

En Strachey se da un proceso de edulcoración que no exime del abocetamiento crítico

Acaso en esta virtud simpática, en la aproximación de los infortunios de la corte al interés del lector ilustrado, resida el éxito de Lttton Strachey. Sin duda, un solvente biógrafo como Chesterton hubiera tratado la cuestión de muy diverso modo. Pero en Strachey se da un proceso de edulcoración que no exime del abocetamiento crítico. El hecho mismo de que la figura de Isabel Tudor venga abordada desde sus peculiares amoríos con el duque de Essex; y que dicha relación acabe con uno de los dos en el cadalso, indica cierta tentación isabelina, vale decir, dramática -por shakesperiana-, que no elude, en modo alguno la paradoja. A esto se añade que la singular personalidad de la última Tudor (Strachey la presenta a veces como vulgar e irresoluta), hace difícil concebirla como una víctima de Cupido... Y sin embargo, ese es el extraño logro de Strachey. Ofrecernos a estos dos personajes a través de sus amores, quizá más literarios que corporales, más epistolares que humorales, dicho en la melancólica jerga de Burton, y que esa larga y desigual relación resulte consignada con éxito.

Un interés parejo debe adjudicarse a los personajes menores de este cruento drama. Y entre ellos, a lord Verulam, al astuto Francis Bacon, cuya inteligencia parece fría y viperina al autor, por los mismos motivos que hemos señalado antes. Strachey quiere destacar las virtudes románticas de sus retratados: la robusta e intuitiva franqueza de su reina, el ardor y la cólera de su amado; pero no, en modo alguno, la serena y letal inteligencia de Bacon (“si pudiéramos sostener algo plausible”, lamenta en su Teoría del cielo), que al cabo condenará a Essex.

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