Adelanto editorial
  • Un año después de su muerte, Pre-Textos recoge la obra póstuma del poeta sevillano afincado en Granada en un libro de despedida, balanza final de vida y poesía

Todas las despedidas de Rafael Juárez

Ilustración de Rafael Juárez y su universo poético. Ilustración de Rafael Juárez y su universo poético.

Ilustración de Rafael Juárez y su universo poético. / Daniel Rosell

Escrito por

Ginés Torres Salinas

Un año después de su muerte, los lectores de Rafael Juárez –los lectores de poesía, en suma– recibimos, en la exquisita colección La cruz del sur de la editorial Pre-Textos, el último de sus trabajos, Todas las despedidas. Luminosa noticia, pues en un mundo de egos y recelos como es la corte de los poetas, fueron Rafael y su poesía –si es que acaso podemos desligarlos– objeto de una rara unanimidad en su estima.

Querríamos hoy dedicar unas líneas no a sus trabajos y sus días, a los que tanto debe Granada, sino a este libro que en unos días brotará, como las flores sencillas de sus poemas, en los anaqueles de las librerías. Fue la voluntad de Rafael Juárez hacer de su poesía un camino solitario, ajeno a grupos y a manifiestos, a modas y a corrientes, al abrigo de los árboles de la mejor tradición poética española: la lírica popular, el Siglo de Oro –excelente sonetista, vuelve a comprobarse en este libro último–, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, tantos otros.

Fue la voluntad de Rafael Juárez hacer de su poesía un camino solitario, ajeno a modas y corrientes, al abrigo de los árboles de la mejor tradición española

A quien no haya leído nunca sus versos, aunque lo mejor era escucharlos de su propia voz, podemos ofrecerle unos pocos trazos apresurados de su escritura: la indagación en la memoria a partir de algunos símbolos recurrentes: la casa de la infancia, las sensaciones del niño que aún perviven en la mirada del adulto; la mirada a una naturaleza humilde, sencilla, de agua serena, hojas, flores, frutos y oro viejo del sol otoñal; algunos lugares y objetos que fijan los vértigos del tiempo, como plazas, ciudades, ventanas, libros, las casas propias; el amor, vivido en una plenitud que no necesita de grandilocuencia para decirse. Todo ello con una voz de agua clara, forjada en el conocimiento preciso y maduro del artificio literario, sin necesidad de pirotecnias verbales para conseguir dotar a sus versos de una sostenida intensidad “en estilo / que pueda entender cualquiera / –comenzando por ti mismo–”.

Todas las despedidas cierra ese camino, matizando algunas de esas líneas mas sin abandonarlas, sin cambios bruscos en su concepción de la poesía. Conviene aclarar que no estamos ante una improvisada gavilla de poemas publicados aquí o allá y recogidos mal que bien de los cuadernos del autor, sino ante un libro orgánico, planeado y organizado a la perfección por el poeta.

En él encontramos la armonía de acordes familiares a sus lectores: las humildes mimbres del Paraíso de paso que es la vida: “Un gato que pasea / solemnemente el patio. / Olor a humo de leña. / Parra, jazmín, geranio. // Un poco de agua fresca, / el eco de una radio / y un cuaderno que espera”; la mirada a una naturaleza en cuya compañía el hombre transita y se conoce: “Vuelvo del campo; mientras más solo, / más me acompaño”, leemos en el primer fragmento de Las lecciones del río.

No estamos ante una improvisada gavilla de poemas publicados aquí o allá, sino ante un libro orgánico, planeado y organizado a la perfección por el poeta

El título del volumen, las circunstancias de su preparación y publicación póstuma podrían dar la impresión de un libro de despedida, balanza final de vida y poesía. Algo de eso nos traen sus versos, como los del poema Volver: “Volver a leer los libros / que ya he leído, besar / los rostros que ya he besado, / andar los mismos caminos, / cantar canciones cantadas, / despedirme sin temor”; o la sexta parte del ciclo titulado Autorretratos: “Comienza pronto a despedirte, / alarga el tiempo del adiós. / Se te ha hecho corta la visita, / aletargado bajo el sol”.

Pero no solo se trata de su despedida, sino de las muchas que una vida impone. La meditación sobre el paso del tiempo y la memoria, tan presente siempre en Rafael Juárez, dan pie a poemas en los que el pasado se antoja como un país extranjero al que, exiliado, el poeta vuelve los ojos sin patetismo, con tranquilo dolor, transitando las provincias del amor, como en el cuarto poema de los Autorretratos o Por Lorca: “También será costumbre que me esperes / en tu casa callada junto al río, / frente al árbol dorado del paseo, / mientras que el alba se sucede y mueres / o recorres hablándole al vacío / la ciudad que inventó nuestro deseo”; la amistad, “Éramos jóvenes y éramos / aficionados a los versos, / al vino, al humo, a la política, / la noche libre, el cine serio. // Pasó la vida como un bólido, / seguimos siendo compañeros / porque las mismas aficiones / nos sirven ahora de consuelo”; o los mitos generacionales, como se podrá comprobar en los poemas dedicados a recordar a Leonard Cohen o al Blas de Otero que en 1976 leía sus poemas en el Hospital Real de Granada.

Tal vez sean, sin embargo, las despedidas a sus padres, muertos en 2010 ella y en 2012 él, los textos más hondos del libro. En ellos el poeta deja no pocas veces en el lector un nudo temblando en la garganta. El espejo de mi madre reconstruye la vida de su madre a través de la contemplación del armario donde descansan sus ropas: “En el espejo vacío / del armario de mi madre / van pasando los recuerdos / que ya no vestirá nadie”.

Son muchos de estos poemas conversaciones con la madre muerta, que perviven en el fogonazo del verso: “Si pudiera creerme que te oigo, / si pudiera creerme que me escuchas, / cuando la tarde cae mantendríamos / una conversación en la penumbra”. En Jilgueros, la contemplación de un “Jilguero matutino en el alféizar” trae el recuerdo de aquellos que criaba el padre, cuyo vacío late en los dos versos finales: “Bien podrías entrar en esa jaula, / pero ya no tendrás quien sea tu dueño”.

Particularmente emocionante es el poema que dedica a un amigo, con motivo de la muerte de su madre; tanto es así que invitamos al lector a que lo busque y lo lea, con la misma cadencia que el poeta daba a sus versos al recitarlos. Reproducir aquí solo algunas partes sería enturbiarlo.

Leemos en el poema inicial del volumen que “Todas las despedidas / debieran ser así”. Sus lectores hubiéramos querido despedirnos de sus versos mucho más tarde, pero no podemos más, tras leer estos últimos poemas suyos, que darle la razón. Todas las despedidas debieran ser así, discretas, serenas, hondas, verdaderas, como fueron, como son en este libro, en todos los suyos, la vida y la poesía de Rafael Juárez.

Poema inédito comentado por Rosa Berbel

NUNCA llegué a conocer a Rafael Juárez. Solamente a través de su poesía, que ahora vuelvo a leer en el aniversario de su muerte. Por lo demás, su nombre constituye para mí algo similar a una leyenda, reconstruida a partir de los fragmentos, las palabras e imágenes que en este tiempo me han mostrado otros. Pero éramos los dos del mismo pueblo, e imagino que este hecho delimita no solo un paisaje geográfico compartido, el de la Sierra Sur sevillana, sino también un paisaje poético y afectivo concreto, una visión común del mundo y de los otros.

Quizá por todo esto, por las interferencias de este vínculo, leerlo constituye una experiencia abrumadora, de una belleza extraña para mí. La última pisada forma parte de una serie de poemas escritos tras la muerte de su padre. La conciencia del deterioro y de la muerte –de la ajena, pero también de la propia– atraviesa esta sección conmovedora del libro, iluminando historias, lugares y momentos. Leer hoy estos poemas, a un año de su muerte, los empapa de hallazgos no esperados, de emociones insólitas, en el sentido en que únicamente los grandes textos, cuando se los expone a situaciones imprevistas, continúan generando nuevos significados. Hay en estas palabras cierta comprensión anticipatoria de lo poético, una premonición o una sabiduría proyectada al futuro, que sabe consolarnos por Juárez y también por los duelos de todos estos meses.

Leer hoy estos poemas, a un año de su muerte, los empapa de hallazgos no esperados, de emociones insólitas; únicamente los grandes textos continúan generando nuevos significados

La última pisada es un ejemplo más de esa clase de poemas, tan brillantes y genuinos en su obra, en los que el lector mira con placer cómo el poeta evoca momentos de su vida, cómo mira al pasado. La casa familiar, los gestos repetidos en la convivencia, los sonidos y las texturas propias de la infancia. Todo ello converge en el poema, como un rito pagano; a ello mira el lector con cierto voyeurismo primitivo. Y esta mirada doble, generosa y valiente por una y otra parte, nos revela un secreto sobre el mundo: en este caso, hace posible que el recuerdo, el dolor del presente y el peso del futuro convivan de forma efímera, puedan reconciliarse en el espacio abierto del poema.

No se trata de una recreación nostálgica del pasado, sino de la certeza de que existía en la infancia una intuición perenne, universal, a la que no tuvimos acceso en aquel tiempo y que limita aún las relaciones, la forma en que habitamos los lugares, los temores diarios. El poema parece, al fin, encerrar una voluntad de salvación de aquel niño viejo, “sin fe, sin esperanza”, que escuchaba a su padre andar por el pasillo. Es un poema de amor: a los padres, al mundo, a los otros que fuimos en otra época.

A pesar de su tono, de la serenidad que guía sus poemas, quiero creer que hay algo en él alegre, ilusionado incluso: cuando menos, una afirmación de la poesía como un diálogo proyectado al futuro, o el deseo entusiasta de hallar un interlocutor. También cierto inconformismo con las reglas del espacio y el tiempo. Si la muerte es, en efecto, una conversación pospuesta; la poesía es una conversación con la muerte. Una larga y sostenida conversación con los muertos.

Poema inédito comentado por Alejandro Pedregosa

TODAS LAS DESPEDIDAS, el libro póstumo de Rafael Juárez, está plagado de poemas memorables. El principal motivo para elegir éste que lleva por título Puerto cerrado es que, mientras lo leía, he vuelto a ver a Rafa. Lo he visto clara, nítidamente, en un dibujo que la pintora Elena Laura le hizo hace años en el jardín de su casa. Me ha intrigado este hilo invisible que une en mi mente el dibujo de Elena con el poema de Rafa, y después de un rato dándole vueltas, creo que ambos –poema y dibujo– representan de un modo paralelo al Rafael Juárez que conocí y admiré.

En el dibujo se percibe al hombre que “decía” sus poemas con tono sobrio, casi encorvado de humildad o pudor –que en el caso de Rafa era lo mismo– y tocado por una de sus sempiternas gorras Kangoo, que le conferían, quizá contra su voluntad, un aire de poeta definitivo. También Puerto cerrado es, en buena medida, un dibujo; el autorretrato descarnado –y al mismo tiempo tibio, mesurado, elegante– de una despedida. “Ya busco más el sol de última hora”, nos recuerda en el primer verso.

Me doy cuenta también de que en mi elección ha pesado inconscientemente la música particular del soneto. Los sonetos de Rafa son de una pulcritud formal y de una “compleja” sencillez absolutamente magistrales. Yo no he escuchado a nadie “decir” sonetos como a Rafa Juárez. Era como si la presentación oral ante un auditorio –grande o pequeño– fuera una parte más del proceso de composición, la parte final, la definitiva. El poema no estaba completo hasta que no salía volando y se posaba en la rama del lector, hasta que su música no lo ganaba. Mi compañera –poco aficionada a los versos pero mucho a la música– me decía con respecto a las habituales lecturas poéticas en esta ciudad: “Tú avísame sólo cuando lea el bueno, el de la gorra”.

Hay una delicadeza silente y verdadera que recorre, de principio a fin, su poesía y su figura

En cuanto el poema os animo a fijaros en dos o tres detalles. Empezando por el título. Se concentra en él sutilísimamente –como es costumbre en Rafa– una casi paradoja que nos llena de inquietud y desasosiego. El puerto, espacio de bullicio, trasiego de vidas y apertura al mar, se nos ofrece aquí cerrado. “Ya se escora/ hacia el puerto cerrado mi memoria”. Ya no hay mercancía que cargar o descargar, la entrada al mundo de los otros, al compartido, –el puerto– está cegada. Queda el poeta aislado, lúcidamente consciente, en su postrera soledad.

Anticipa de hecho su elegía, recuperando uno de los versos que Miguel Hernández escribiera para llorar a su amigo Ramón Sijé: “ando sobre rastrojos de difunto”, dice. Y nosotros –me gusta pensar que Rafa lo ideó así– continuamos el poema pensando en él: “Y siento más tu muerte que mi vida”.

No termino sin dedicarle un párrafo al terceto final. Es justamente aquí –como es costumbre en los sonetos– donde el caso se resuelve; en esta ocasión sin reproches ni lamentos: la vida es muerte y viceversa; algo muy fácil de decir cuando nos encontramos sumidos en la inconsciencia propia de la buena salud, pero que, en la última hora del sol, con el puerto ya cerrado, supone un ejemplo sobrecogedor de fuerza por parte del ser humano Rafael Juárez; y también –y sobre todo– una evidencia más de esa delicadeza silente y verdadera que recorre, de principio a fin, la poesía y la figura de Rafael Juárez. Porque ya sabéis: “un poema se escribe para eso”.

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