Un amor al alba | Crítica

Arquitectura de un amor

  • En 'Un amor al alba' (Periférica), la francesa Élisabeth Barillé reconstruye los breves amores parsinos habidos entre dos jóvenes artistas del 1911: la poeta rusa Anna Ajmátova y el pintor italiano Emilio Modigliani

La escritora francesa Élisabeth Barillé

La escritora francesa Élisabeth Barillé

La secuencia debiera ser como sigue: de la crítica de Campfleury y Baudelaire, del ojo simbolista de Joris-Karl Huysmans, llegamos a la adusta y fenomenal estética postulada por Apollinaire, antes de cubicarse la cabeza con un turbante, tras su paso por la Grand Guerre. Es ahí, en esos años previos a la guerra, donde se sitúa este amor fugaz de la poeta Anna Ajmátova y y el pintor/escultor Amadeo Modigliani. Es en una guerra anterior, sin embargo, la franco-prusiana, cuando se redacta uno de los libros cruciales para esa nueva estética, que obrará con la tradición, incluso con la tradición del mundo clásico, una cruenta y radical hechicería. Nietzsche escribe El nacimiento de la tragedia en 1870-1, “mientras los estampidos de la batalla de Wörth se extendían por Europa”. Y de esos estampidos emergerá un culto a lo irracional y lo instintivo, a lo dionisíaco, a lo novedoso, a lo juvenil y lo impremeditado, que alimentará la inteligencia y el ánimo de las vanguardias en las que militan, de distinto modo, ambos amantes.

Ajmátova ha explorado el sencillo drama de lo humano. Y por lo tanto, el ámbito de lo personal y lo doméstico

Modigliani -y De Chirico-, como valedores y transformadores últimos del mundo clásico, ahora en fuga. Anna Ajmátova, como delicada destructora de la fantasmagoría simbolista -aquélla que encarnan Moreau y Huysmans- y que aún lo impregna todo. Más allá del extraordinario drama cósmico, representado como anomalía, como signo, como indicio de una oscuridad sagrada, Ajmátova ha explorado el sencillo drama de lo humano. Y por lo tanto, el ámbito de lo personal y lo doméstico; o si lo preferimos, la ínsula de lo sentimental, que Freud ha abierto hace diez años, y que los numerosos itsmos de vanguardia llevarán a un extremo inexplorado y vibrátil. Esa es, pues, la arquitectura de este amor parisino, sucedido en el año de 1911, entre aquellos dos artistas de alta y malograda ejecutoria. Ajmátova, como poeta de paso; Modigliani, como pintor y escultor avecindado en París.

Se trata, por otra parte, de un amor poco documentado, lo cual permite a Élisabeth Barillé ensayar una reconstrucción en la que pone voz a ambos amantes. Barillé llama “novela” a este ensayo reconstructivo. A lo cual se añade que dicha reconstrucción se nos presenta como una comunión espiritual, como un solapamiento de caracteres, y no como una dócil aceptación de las impertinencias de la carne. Cabría preguntarse, pues, si Barillé considera posible este tipo de “amor fou”, literaturizado por Breton en Nadja, o sólo está tratando de imaginar los resortes anímicos y culturales de los amantes, y el mundo donde tal amor se hizo posible. Sea de uno u otro modo, la escritura de Barillé es una escritura exigente y ágil, marcadamente lírica, a la que subyace un fuerte trabajo de documentación, desde el que emergen, envueltos en su propio mundo, los personajes. Dicha forma de acercarse al arte la hemos visto ya Echenoz y en Michon, y no queda lejos del modo fracturado, poético y sumario que Éric Vuillard ha aplicado a otros asuntos, pero cuya vocación reconstructiva es la misma.

Quiere esto decir que Barillé obra por omisión. Y que dicha omisión es la que impele al lector a imaginarse un mundo que Barillé ha ido silueteando con nombres y gestos y escenarios que, a la vuelta, nos permitan sospechar cierta idea de París, cierta idea de las vanguardias, cierto temblor y avidez ante lo nuevo, que no cesaría hasta tres décadas más tarde. Por otra parte, debemos recordar que es en el París tardorromántico, entre la abigarrada estética simbolista, donde se dan estas breves e intensas floraciones cuya idea de lo puro, cuya nueva concepción del hecho humano, se halla todavía en sus primeros estadios.

En ese estadio es una novedad la púdica confesión poética de Ajmátova; y también esa forma de cubicar la carne, de medirla desde dentro, iluminada por un fuego, que tiene Modigliani, y en el que hay algo de icono desvestido, de rigorismo egipcio, de la enigmática simplicidad del África. En esa forma se nos reveló una de las Ajmátovas que fue Ajmátova.

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