Cultura

Annemarie, ángel devastado

  • La arqueóloga y escritora suiza hizo de sus viajes a Persia una huida de sí misma y del mundo que ya se abismaba hacia la Segunda Guerra Mundial.

EL VALLE FELIZ. Annemarie Schwarzenbach. Trad. Juan Cuartero Otal. La Línea del Horizonte. Madrid, 2016. 176 páginas. 13 euros.

Pocas mujeres como Annemarie Schwarzenbach hicieron del viaje, de la necesidad de viajar, una especie de deserción personal. Todo con tal de espantar miedos, agujeros negros, angustias. La corta vida de la fotógrafa, arqueóloga y escritora suiza siempre estuvo acuciada por las sombras. La angustia existencial la atenazaba mientras la Europa de entreguerras se asomaba ya al gran matadero de la Segunda Guerra Mundial.

De influyente familia (y que no renunciaría al coqueteo con los nazis), se advierte en Annemarie la clásica dolencia de los desclasados. Esto es, una suerte de mala conciencia, lo que la obligó a una expiación a través de los viajes, de la escritura, de la arqueología, si bien el desequilibrio lo acabaría convirtiendo todo en una huida aplazada o, simplemente, falsa.

El valle feliz viene a ser la reescritura de un anterior texto ya pergeñado entre 1934 y 1935: Muerte en Persia. Cuando en 1938 retoma este mismo manuscrito lo transforma no ya en un libro de viajes, más o menos ortodoxo, sino en un soliloquio contra sí misma y contra la hora del mundo que le ha tocado padecer. Podríamos decir que la suya fue una pataleta existencial. Pero, dejando a un lado caprichos y enfermedades, la autora, con su andrógina apariencia, siempre se nos antoja una figura sutil, hasta cierto punto inalcanzable.

André Malraux le preguntó una vez por qué Persia se convirtió en su destino y sanatorio vital. Nunca dio una explicación cabal. Viajó a Persia en varias ocasiones, la tercera de ellas -primavera de 1935- para matrimoniarse con Claude Achille, por entonces secretario de la embajada francesa en Teherán. Era homosexual, igual que la propia contrayente, aunque cierto afán de marginalidad los convertía a ambos en almas gemelas (así lo sugiere Pilar Rubio Remiro en su posfacio). En Teherán la escritora contrae la malaria y conoce a Yalé, hija del embajador turco y también enferma terminal. La ya de por sí debilitada Annemarie se enamora de ella como sólo alguien puede enamorarse de la hermana muerte. Es su marido Claude quien la convence para que se instale en un campamento que la legación inglesa tiene desplegado en el valle del río Lahr, cerca de la pirámide nevada del Damavand, entre el Caspio y la capital iraní.

El valle del Lahr se nos describe aquí conforme el canon de toda literatura viajera que se precie. Pero viene a ser también el trasunto de otro paisaje mental, el de la propia enferma, acuciada por la malaria y otras muchas cuitas. Todo alrededor del valle se resume en un erial, con acantilados de color basalto, desiertos teñidos de un amarillo lepra, yermos parajes lunares, arroyos de aguas calizas, corrientes de plata y peces muertos. Por las noches el río Lahr "es una tira de luz de luna, acompañante de la Vía Láctea, un manantial joven que baja susurrando". Nómadas, rebaños de ovejas, camellos, lugareños y caballos persas dan vida a aquellos pagos, que ella resume como "el fin del mundo".

Pero más allá de los pasajes descriptivos, El valle feliz tiene mucho más de soliloquio herido, de alegoría y angustioso grito. "Todos los caminos que he recorrido, también los que no he recorrido, terminan aquí, en este valle que ya no tiene salida, que por eso se parece tanto al lugar donde habita la Muerte y que está en las nubes donde habitan los ángeles...".

Morfinómana, Annemerie prueba junto al Damavand lo que ella llama magia negra. Quiere decirse el hachís. A veces es el hachís, ese sueño plomizo e infeliz, que llega siempre tras un alivio dulce y mortal, lo que le hace ver este mundo bajo una luz más pálida y lo que le permite a su despreocupado corazón comprobar que está hecho de mera fugacidad.

Tras regresar a Suiza, donde ingresa en una clínica de desintoxicación, Schwarzerbach retornará a Persia, acompañada por la también aventurera y escritora Ella Maillart. Emprenderán viaje en 1939 en un Ford Roadster de 18 cv., con matrícula suiza. Parten desde los Balcanes y atraviesan Anatolia, Armenia y Afganistán (aquí la pareja se separa, pues Ella sigue rumbo a la India). De este periplo Annemarie escribirá su Todos los caminos están abiertos y Maillart El camino cruel. Son dos textos brillantes dentro de la literatura de viajes. En 1942, en plena deflagración mundial, Annemarie moriría en un estúpido accidente de bicicleta. Fin de trayecto. Thomas Mann la llamó el "ángel devastado".

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