Los panes y los peces

En la muerte de Adam Zagajewski

  • La muerte de un gran poeta se parece a la de un familiar, la de un ser querido

  • Hace que nos sintamos más parientes, y no sólo de nuestros semejantes, sino de todo lo que existe

El poeta polaco Adam Zagajewski (1945-2021).

El poeta polaco Adam Zagajewski (1945-2021). / K. Dubiel

Hace dieciséis años, cuando este nuestro enésimo fin del mundo apenas había echado a andar, cuando aún parecía que el siglo XX iba a durar dos siglos y yo era un joven aspirante a poeta que trabajaba en Pre-Textos, edité sus Poemas escogidos, la primera muestra de su obra que se publicó en España. No lo conocía, aunque sí, y bastante, a sus maestros, Czeslaw Milosz y Zbigniew Herbert. Como la traducción sonaba rara, artificial, me vi obligado a revisar el libro exhaustivamente ayudándome de una selección en inglés de su poesía, y a corregir exhaustivamente también o, cuando menos, más de lo que exige un proceso normal de edición. Sus versos eran tan sencillos, de un decir tan claro y tan próximo al habla cotidiana que, si uno no prestaba atención a las sutilezas tonales y a la urgencia latente, a las súbitas revelaciones espirituales, el resultado, con suerte, no pasaba de ser una especie de prosa de circunstancias o, en el peor de los casos, una prosa seca, sin vida. Recuerdo bien el instante en que se me reveló, como un resplandor, la naturaleza de su poesía -“La poesía es búsqueda de resplandor”, dice uno de sus versos-. Fue una noche, en la soledad de mi estudio, mientras intentaba conseguir una versión aceptable de un poema que empezaba, más o menos, así: “En mayo, cruzando el bosque, al alba, / me preguntaba dónde estabais, almas / de los muertos / de los desaparecidos…”, y terminaba diciendo: “Y descubrí que en el canto estabais, / lejos de nosotros como nosotros / de nosotros mismos»”. El canto al que se refiere es el de los pájaros, el del rumor del bosque, el de la música del aire y de la primavera. Y la mezcla de escepticismo -de suspensión del juicio con respecto a los destinos del alma- y de intensidad -el sentimiento de nostalgia por lo perdido y la celebración de la presencia inabarcable de la vida en un pequeño detalle, en un instante concreto- eran las credenciales inconfundibles de un poeta sabio, profundo, cuyas raíces se hundían en la poesía europea posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero también, y más incluso, en Machado y en Rilke.

La muerte de un gran poeta se parece a la de un familiar, la de un ser querido. Hace que nos sintamos más parientes, y no solo de nuestros semejantes, sino de todo lo que existe, incluido lo que no se ve. Nos hace ser conscientes de la belleza que procede de la ajenidad del mundo, de lo que está detrás de los fenómenos. Nos rescata del cinismo y nos mueve a la alabanza. Pero no a una alabanza ingenua, sentimental, sino a una teñida de tragedia, es decir, irónica, pues la verdadera ironía es siempre trágica, como la historia de este mundo herido. La muerte de un gran poeta se parece a sus poemas. Y la de Zagajewski me recuerda a uno en concreto, Habla más suave, que pulí con pasión, hasta aprendérmelo de memoria, hace ya dieciséis años, y me recité a menudo en voz baja, cuando echaba de menos la poesía y la verdadera amistad que a veces -por desgracia, muy pocas- la poesía nos procura: “Entre los dedos cogías guijarros de la playa La Galere, / y de pronto sentías por ellos una inmensa ternura. / Por ellos y por el pino frágil, por todos los que allí / estuvieron contigo y por el mar, / tan poderoso, pero tan solitario. // Una ternura inmensa, como si fuésemos huérfanos / de la misma casa, para siempre apartados los unos de los otros, / condenados a breves momentos de visita / en las frías cárceles de la actualidad”.

Con Zagajewski se va el último gran poeta nacido de las ruinas de Europa

¿Cómo no van a ser tantas veces los aspirantes a poetas envidiosos, apandillados, proclives a las más sonrojantes rivalidades? ¿Se puede aspirar a algo mejor que a ser recordado como alguien a quien se le concedió el don de hacernos recordar? ¿A que la muerte de uno deje en los desconocidos un vacío parecido al de la muerte de un hermano? ¿Cómo no van a escudarse los ambiciosos pretendientes a poetas en cualquier cosa que justifique su imposibilidad de convertirse en eso? ¿Hay acaso un regalo más hermoso que los instantes de plenitud que viven para siempre en un poema logrado, al menos mientras siga siendo comprensible la lengua en la que se escribió?

Con Zagajewski se va el último gran poeta nacido de las ruinas de Europa, ese a quien le gustaba recordar que vivía no muy lejos de Auschwitz, pero a quien le gustaba también, haciéndose eco de aquel poema memorable de Milosz sobre el fin del mundo, invitarnos a salir de nuestras obsesiones, a mirar más allá, a vivir, claro que sí, tras el enésimo apocalipsis, a escribir poemas y a enamorarnos, a aceptar lo que el tiempo les hace a las personas y a la vida, a ser hospitalarios. Se va el ensayista que defendió el estilo elevado y se opuso, hasta el último instante, a las derivas totalitarias y populistas. El intelectual de firmes convicciones. El escritor que combinaba como nadie la gravedad y la gracia, la melancolía y la alegría, la ironía y la fe. El poeta que dijo que solo en la belleza creada por los otros hay consuelo, que son los otros quienes nos salvan, que los otros no son el infierno si se les ve temprano, con sus frentes puras, lavadas por los sueños. Y nos dejó su obra para corroborarlo.

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