El diario de Próspero | Teatro

Poesía en escena o la palabra como acción

  • Después de todos los festivales, ‘slams’ y escaparates consagrados al ‘spoken word’, referentes como Alberto Conejero y Angélica Liddell sostienen el más natural regreso de la poesía al teatro

Una escena de 'La geometría del trigo', de Alberto Conejero.

Una escena de 'La geometría del trigo', de Alberto Conejero. / MarcosGpunto

Convenía prestar toda la atención del mundo a En esta casa, el segundo poemario del dramaturgo y director de escena Alberto Conejero, publicado este mismo año por la editorial Letraversal. Y convenía, más allá del hermoso precedente que constituyó Si descubres un incendio, por comprobar en qué posición quedaba el poeta tras la última obra teatral del autor, La geometría del trigo, reconocida con el Premio Nacional de Literatura Dramática tras su publicación en la editorial Dos Bigotes y estrenada el año pasado bajo la dirección del mismo Conejero. Reflexionaba el escritor en una entrevista con motivo de la aparición de En esta casa sobre la anómala escisión, casi antítesis, que atañe al oficio literario cuando de escribir poesía y teatro se trata, como si a quien cultiva lo primero casi le correspondiera pedir permiso para tentar lo segundo y viceversa, cuando precisamente existe toda una tradición en la cultura española, bien visible en el Siglo de Oro, pero no sólo, inclinada a considerar ambas expresiones exactamente la misma materia. No es extraño: todavía, desde cierta perspectiva crítica, el Shakespeare poeta es aquí un agente alienígena respecto al Shakespeare dramaturgo tanto como en sentido contrario, en gran parte porque entre la especialización académica no abundan exégetas proclives a una comprensión unitaria que es, sorpresa, la más natural posible. Y hacía Conejero la siguiente reflexión: “En la tradición literaria española, los poetas siempre han escrito para el teatro; pero ahora vivimos sometidos a una industria que recela de todo lo que intente salirse del realismo. Nos enfrentamos a un sistema literario que te obliga a escoger: o eres poeta, o eres autor dramático. No puedes ser las dos cosas. Y por eso tenemos a una escritora como Angélica Liddell, que es conocida por su teatro pero que es autora de una poesía asombrosa que, lamentablemente, a menudo queda en la sombra. Para mí, la poesía constituye la escala de lo real. Es un gesto de resistencia. Y debe volver al teatro. Entiendo que en ciertos años en los que se respiraba un exceso de logos algunos empujaran para situar el cuerpo en el centro de la escena, pero va siendo hora de reivindicar el lenguaje en esa misma posición. La reivindicación de la poesía en el teatro es un acto político”.

Angélica Liddell. Angélica Liddell.

Angélica Liddell. / M. G.

Recordé, tras la conversación con Conejero, un artículo sobre poesía escénica del también dramaturgo Afonso Becerra publicado en 2016 en Artez Blai cuya lucidez y alcance son del todo vigentes. Recordaba Becerra que “seguramente la poesía, antes de escribirse y ser literatura, fue canto y danza. Un impulso que hizo brotar la voz. Además, la etimología nos advierte que poiesis se relaciona con un hacer, una acción creadora. Ahí, poesía es una forma de movimiento, una tensión. El significado, el mensaje, el tema, no aparecen en el germen poético. Sí el impulso, la acción, el movimiento, la tensión, el parto”. Reivindicaba Becerra una cuestión que nunca debió caer en el olvido: la poesía no es, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de la palabra. Y, de hecho, en su origen fue algo muy distinto. Si, en cualquier caso, el lenguaje verbal alcanza a abrazar lo poético sólo en cierto grado, cabría concluir que tal vez no es el libro el mecanismo formal más idóneo para la poesía, sino la escena, donde la palabra se da como un elemento más entre muchos sin que de hecho resulte imprescindible siempre. No obstante, si reparamos de nuevo en el mismo lenguaje verbal, y de acuerdo con la tradición antes citada, podemos definir el Siglo de Oro español como el acceso a una experiencia plenamente poética por parte de públicos abundantes y en gran medida analfabetos a través de las comedias de Calderón y Lope, de cuya elevada calidad como poetas nadie duda hoy en día muy a pesar de los ilustrados ultrajes; extraído el lenguaje verbal, no hay medio más eficaz que la escena para convertir un gesto, una mano abierta o un pie descalzo en objetos plena y gozosamente poéticos.

Si en las dos últimas décadas una amplia nómina de poetry slams y torneos de spoken word, por no hablar de festivales verdaderamente necesarios que abrieron puertas insospechadas como aquel El mal de Tourette que vio nacer Málaga en su Teatro Cánovas, han reivindicado la escena como escenario natural de la poesía, lo que referentes como Alberto Conejero y Angélica Liddell demuestran con su escritura es que esa comunión existe de manera connatural aunque fue lamentablemente secuestrada. Y acierta Conejero al señalar al realismo como la mano detrás del atentado: desde que se optó por ofrecer al público lo mismo que podía ver en la televisión con el añadido de la experiencia en directo entendida como caché, la poesía no ha tenido nada que hacer (y quién sabe de qué modo podría haber sido la historia distinta de haber seguido Lorca con vida). Pero seguramente no lo ha tenido la escena tan a favor en el último medio siglo para ganar adeptos a una causa poética como ahora. Sea.

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