Literatura · Cine

Muerte del vampiro

  • A propósito de la exposición que le dedica el Caixafórum, proponemos una mirada a la naturaleza del mito, tan amado por la literatura y el cine

  • Es estructura misma del mundo contemporáneo la que devolverá a esta anómala criatura teológica a un mundo que tampoco ya es el suyo

Christopher Lee, uno de los Dráculas icónicos de la historia del cine.

Christopher Lee, uno de los Dráculas icónicos de la historia del cine. / D. S.

La exposición del Caixafórum de Sevilla dedicada a los vampiros nos trae a la memoria cierta evidencia, hoy olvidada: antes que una representación del inconsciente, antes que una figuración arcana, el vampiro es, de manera esencial, una criatura teológica. Como ya conocerá el lector, la exposición comisariada por Matthieu Orleán viene dedicada al vampiro y muy especialmente a su presencia en el cine. Una presencia que no siempre ha tenido el mismo sentido, desde el Nosferatu inaugural de Murnau (1922), pero cuya continuidad es fácil de apreciar si atendemos al extraordinario éxito del Drácula de Bram Stoker de Coppola (1992), o a los numerosos productos juveniles donde el vampirismo es un melancólico reflejo de la inquietud y la angustia adolescente.

Quiere decirse, pues, que en esta breve y cuidada exposición el visitante se hallará con el vampiro expresionista de Murnau, con el vampiro ceremonioso y arcaico que encarnó Bela Lugosi, con el vampiro brutal y sin embargo hipnótico de Christopher Lee, y así hasta llegar al vampirismo paródico y setecentista de Polanski, cuya réplica más sobrecargada acaso la encontremos en Entrevista con el vampiro de Neil Jordan (1994). También se encontrará con el vampiro sexualizado de los 70 y el vampiro capitalista de los 80. Esto es, se encontrará con las sucesivas lecturas de un mito contemporáneo, cuya urdimbre, no obstante, queda sin explicar; y ello a pesar de que es ahí, en su configuración íntima, donde encontraremos, tanto las razones de nuestra fascinación, como las causas de su indudable triunfo.

Gary Oldman, en 'Drácula de Bram Stoker' (1992) de Francis Ford Coppola. Gary Oldman, en 'Drácula de Bram Stoker' (1992) de Francis Ford Coppola.

Gary Oldman, en 'Drácula de Bram Stoker' (1992) de Francis Ford Coppola. / D. S.

Un triunfo, por otra parte, que no cabe atribuir a sus tempranos modelos, desde El Vampiro de Polidori a la Carmilla de Sheridan Le Fanu y la Olalla de Stevenson (las inolvidables noticias sobre vampiros recogidas por el padre Calmet en su Tratado no hacen sino aportar la erudición ilustrada para un profundo escalofrío romántico que llega a nuestros días). Es, de manera indudable, el Drácula de Bram Stoker quien aglutinará los rasgos dispersos del vampiro, apoyado en la sabiduría etnológica de Arminius Vámbery. De esos rasgos, no es el menor cierto exotismo oriental, agravado por un oscuro y violento linaje. También la ávida condición parasitaria, que señala tanto la agonía de su raza como cierta carnalidad enfermiza. Sin embargo, Stoker no deja de recordarnos que Drácula es un viejo señor de la frontera, y como tal se dirige a presentar batalla al corazón mismo del mundo moderno: el Londres victoriano.

Esta condición fronteriza, que Stevenson también subrayó al situar su Olalla en las estribaciones de Sierra Morena, nos recuerda que el vampiro era, originariamente, un defensor de la fe –la Cruz contra la Media Luna–, que abominó de su Dios al sentirse traicionado. Drácula, para sentirse a salvo, debe dormir en tierra patria; pero esta tierra natal se halla depositada, principalmente, en la abadía de Carfax. Es ahí donde esta criatura encontrará refugio, a salvo bajo el triple sello de la tierra sagrada, la crucería gótica y su condición nobiliaria, cuyo privilegio estamental, como sabemos, es de naturaleza divina. En ese orbe amenazado, Drácula conocerá sus últimos días. Y será en su tierra, a pocos pasos de su castillo, donde encuentre la redención (es Mina Murray quien lo cuenta) tras ser bárbaramente decapitado y atravesado con una estaca.

El terrorífico vampiro expresionista de 'Nosferatu' (1922), el clásico de Murnau. El terrorífico vampiro expresionista de 'Nosferatu' (1922), el clásico de Murnau.

El terrorífico vampiro expresionista de 'Nosferatu' (1922), el clásico de Murnau. / D. S.

Su muerte, sin embargo, ha empezado mucho antes. Ha empezado cuando su naturaleza demoníaca, cuando su mundo secular, atravesado por la idea de la divinidad, se ha querido medir con el mundo vertiginoso, eficiente y burgués que representa Jonathan Harker. Ahí, el vampiro, señor de las bestias, brisa nocturna, lobo entre lobos, se verá asediado y finalmente aniquilado por la red de trenes, telégrafos y armas de repetición que lo acorralan y persiguen hasta su viejo señorío transilvano. Es la ciencia de Van Helsing, la eficacia de los winchester, la inmediatez del telégrafo, el blanco penacho de los trenes (recordemos que Drácula viaja en barcos y carruajes); es la estructura misma del mundo contemporáneo, representada por diligentes e implacables burgueses –con la pintoresca, pero necesaria, excepción de Lord Godalming, el honorable Arthur Holmwood–, la que devolverá a esta anómala criatura teológica a un mundo que tampoco ya es el suyo, porque esa modernidad, aparatosamente guarnecida de rifles y machetes, ha llegado hasta allí para acabar con un último vestigio de lo trascendente. Una trascendencia sumida en el Mal, como la imaginará el trecho último del siglo XIX. Pero un Mal, por otra parte, donde el hombre y la oscuridad se pertenecían eternamente, y donde la posibilidad de existir, más allá de la muerte, aún no había sido despreciada.

Por supuesto, no podemos desdeñar la presencia de lo instintivo, el orbe de lo psicológico y lo sexual, en una novela escrita en 1897; esto es, a tres años de la publicación de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. El propio personaje del atormentado doctor Seward, cuyos estudios en el manicomio cercano a Carfax incluyen la atenta observación del señor Renfield, poseído por una extraña locura, una locura que concierne e implica la consunción de alguna criatura ("la sangre es la vida", dice con intención levítica Renfield); el propio doctor Seward, repito, es tanto una muestra de este interés por la psicología, cuanto del predominio de la ciencia como forma de enfrentarse a lo anómalo.

Bela Lugosi, arquetipo del Drácula arcaico y ceremonioso. Bela Lugosi, arquetipo del Drácula arcaico y ceremonioso.

Bela Lugosi, arquetipo del Drácula arcaico y ceremonioso. / D. S.

A pesar de la adusta palabrería pseudocientífica de Van Helsing, hoy perfectamente reconocible, su figura es la figura del profesor eminente. Y forma, junto a Seward, el extremo erudito, la porción fiable, de la vigorosa jauría que dará caza a este ser de otro mundo. Como Quincey Morris con su armamento, los doctores Seward y Van Helsing están reduciendo el drama teológico del vampiro a una cuestión mesurable y al breve ámbito de lo humano. De este modo, Renfield, que aspiraba a ser un diligente edecán del Mal, queda constreñido a la categoría más dúctil y menos prestigiosa del neurótico. Drácula, como ya sabemos, será sólo un violento puñado de cenizas.

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