El gran Maurice | Crítica

El mejor humor inglés: entre Wodehouse, Dickens y Mackendrick

Mark Rylance prueba con el golf en 'El gran Maurice'.

Mark Rylance prueba con el golf en 'El gran Maurice'. / D. S.

Los derrotados o marginados por una u otra razón (la timidez de un chico víctima del bullying en Just Jim, la demencia tras un trauma sentimental en Belleza eterna) y su lucha por salir a flote son el tema favorito del interesante y muy personal actor reconvertido en director Craig Roberts. Y por ese camino sigue en esta nueva película, la mejor de cuantas ha dirigido. Maurice, el personaje real escogido por Roberts para convertirlo en uno de sus voluntariosos e improbables héroes, es un operario de grúa que al ver peligrar su puesto de trabajo a causa de la crisis económica de la era Thatcher decide reconvertirse profesionalmente, tras ver un partido televisado, en un jugador de golf e inscribirse (asombrosamente) en el prestigioso Open británico. El problema, el único problema, es que no sabía jugar al golf. Logró la peor calificación de la historia del Open, pero llamó la atención. Y logró una popularidad que tras otras aventuras golfistas lo convirtió en una contrafigura de este deporte logrando, de broma en broma, de falsa identidad en falsa identidad y de fiasco en fiasco, hacerse querido manteniendo siempre -y esto es quizás lo más asombroso- su dignidad. Una historia muy británica que habría hecho las delicias del P. G. Wodehouse que escribió los más divertidos relatos de golf interpretados por ese maravilloso personaje sin nombre conocido como el Miembro Más Viejo del Club. Y del Dickens que creó a Nathaniel Winkle en Los papeles póstumos del club Pickwick, un auto proclamado gran deportista que provoca un desastre tras otro al practicar todos los deportes sin dominar ninguno.

Parece mentira, pero es verdad. Parece ficción, pero es realidad. Roberts logra hacer un retrato divertido y emotivo de este extravagante personaje gracias a su talento, por supuesto, porque cuenta su increíble historia con sensibilidad y fino sentido del humor y lo rodea de una galería de personajes igualmente divertida y tierna servidos por estupendos actores, pero también, o incluso sobre todo, gracias al genio -talento le queda pequeño- de Mark Rylance, el actor que todos descubrimos con El puente de los espías pese a su larguísima trayectoria teatral y haber participado en algunas películas. Rylance da verdad, humanidad, ternura y contenida comicidad sin caer nunca en el ridículo a este personaje real que parece inventado por Dickens, por Wodehouse o por el Mackendrick de las comedias de los estudios Ealing (podemos imaginarlo en una película dirigida por él e interpretada por Alec Guiness).

Gran comedia de fondo amargo -no es verdad que baste la voluntad para lograr cuanto uno se propone- que aborda la crítica social con la punzante gracia de un caricaturista del Punch que ridiculiza por igual a los snobs del Open y a los tipos populares fieles a la terrible moda de los 70 sin olvidarse del contexto social y económico. Es en este sentido, tan dickensiano, tan de comedia de la Ealing, en el que más inteligentemente inglesa es esta divertida película que logra fundir con gran talento lo amable y lo crítico sin olvidar nunca la ternura. No se la pierdan.

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