Crítica de Cine

El maestro Gray reinventa el cine de aventuras

Charlie Hunnam como el militar, arqueólogo y explorador Percival Harrison Fawcett.

Charlie Hunnam como el militar, arqueólogo y explorador Percival Harrison Fawcett. / d.s.

Terrence Malick, Paul Thomas Anderson y James Gray son, en mi opinión, los más grandes y originales creadores relativamente jóvenes -el segundo tiene 47 años y el tercero 46- del actual cine americano. Malick es mayor que ellos (nació en 1943) pero estuvo retirado del cine durante 20 años tras rodar sólo dos largometrajes y retomó su carrera en 1998 con La delgada línea roja, lo que le alinea con los debuts de Anderson (Sidney, 1996) y Gray (Cuestión de sangre, 1994). Las aportaciones a la evolución del lenguaje cinematográfico de Malick y Anderson son más evidentes que las de Gray, que podría ser definido como un neoclásico de segunda generación que siguiera los pasos de los grandes neoclásicos de los años 70 (Allen, Scorsese, Spielberg, Coppola) que reescribieron, refundaron o reinventaron los géneros clásicos fundiendo el cine moderno europeo con el cine clásico y moderno americano.

En Cuestión de sangre (1994), La otra cara del crimen (2000) y La noche es nuestra (2007) James Gray se afirmó como el heredero próximo del grandísimo Sidney Lumet y el heredero remoto del cine de perdedores de John Huston, el nuevo maestro de un cine negro que fundía magistralmente con el melodrama familiar. En la siguiente Two Lovers (2008) daba un giro hacia el melodrama áspero con un reconocimiento más abierto de influencias muy ajenas al thriller, en este caso Las noches blancas de Dosrtoievski. La siguiente El sueño de Ellis (2013) era una originalísima reescritura melodramática de La strada de Fellini ambientada en el Nueva York de principios de siglo con la que este hijo de inmigrantes judíos, cuyas películas siempre estaban protagonizadas por inmigrantes de primera y segunda generación, abordó la llegada de los inmigrantes al Nueva York en el que también se desarrollan todas sus obras. Que de ella salte ahora al cine de aventuras exóticas protagonizada por un perdedor (la herencia del Huston de El tesoro de Sierra Madre o El hombre que pudo ser rey) demuestra que, como algunos de sus maestros neoclásicos de los 70, caso sobre todo de Coppola, Gray parece querer tocar todos los géneros. Lo confirmaría que tras pasar del thriller al melodrama y de este a la aventura exótica el proyecto en que trabaja ahora (Ad Astra) sea una obra de ciencia ficción.

A Gray le atrae como a Houston la fascinación compasiva y admirativa por los perdedores

Imposible saber si hace bien o mal con estas exploraciones que, como al protagonista de esta película, le pueden costar caras. Porque la cumbre de su cine sigue siendo su trilogía negra. Lo que no obsta para que Z, la ciudad perdida sea una obra hermosa, original y valiente que trata de una historia real tan fascinante que parece inventada, como si fuera una novela de Ridder Haggard o Conan Doyle (no existen las casualidades: el protagonista real de esta historia verdadera fue amigo de ambos e inspiró al profesor Challenger creado por este último y su novela El mundo perdido).

El Manuscrito 512 es un documento brasileño del siglo XVIII custodiado en la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro que da noticia de una fabulosa ciudad perdida en la selva. El aventurero, etnólogo y explorador Richard Francis Burton lo tradujo y dio a conocer en Europa a mediados del siglo XIX. El militar, arqueólogo y explorador Percival Harrison Fawcett se tomó tan en serio el documento que organizó varias expediciones en su búsqueda. En 1925 logró la financiación para la que había de ser la última ya que desapareció junto a sus dos compañeros, uno de ellos su hijo. Las expediciones organizadas para localizarle tuvieron en muchos casos finales trágicos. Y así la leyenda de Percival Harrison Fawcett se sumó a la de la ciudad perdida.

A Gray le atrae de esta historia, está claro, la épica del fracaso, la fascinación a la vez compasiva y admirativa por los perdedores -todos sus personajes masculinos lo han sido- que está en su lado más John Huston. El tratamiento sereno de esta aventura gigantesca y trágica le presta un aire insólito que de alguna manera refunda el cine de aventuras. Hermosa y terrible, como la selva que devora al protagonista -porque también incluye sobresaltos y desgarros-, la película discurre con la serenidad de lo nacido para perdurar. Que su factura clásica incluya guiños muy explícitos a Malick, a Coppola y -¡sorpresa!- a Fellini (repasen el final de I vitelloni) da la medida del talento y la ambición de este grandísimo director, uno de los pocos que hoy ofrecen maravilla, inteligencia, emoción y sorpresa. La extraordinaria fotografía del genio iraní Darius Khondji (Seven, Amor, Medianoche en París, La isla de Ellis) da una rara textura pictórica, nunca documental, a las imágenes de la selva y recrea con encanto literario o de cine clásico la Inglaterra victoriana. Lo que resume bien la rareza de esta película que bascula entre el clasicismo del cine de aventuras colonial y la aventura como territorio de indagación psicológica.

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