Crítica de Cine

Ni digas su nombre ni la veas

Terror de tercera que sólo podrá gustar a espectadores de cuarta. Porque ni tan siquiera a los que jueguen en esta modesta tercera división del peor cine de sustos les podrá convencer esta trucunada (truculenta + astracanada) mil veces vista: los jóvenes de siempre en la casa de las afueras de siempre -naturalmente con el sótano siniestro de siempre- que liberan al ente maligno de siempre que se aparece con sólo pensar o decir su nombre (como la sevillana de Amigos de Gines en versión gore). La falta de medios no auxiliada por el talento torna lo aburrido en penoso. Dirige la cosa la realizadora de una comedia gamberra que tuvo cierto predicamento (La última cena, 1995) tras la que se dedicó a rodar pocas y malas películas. Produce especial melancolía la presencia de las ruinas de Faye Dunaway, que lleva 17 años -desde La otra cara del crimen de James Gray- sin interpretar, ni tan siquiera como secundaria, una buena película. Con ésta toca fondo.

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